ATENTADO YIHADISTA EN LA RAMBLA
Maria Luisa Maillard*
La Rambla, que ha sido en Barcelona el corazón del palpitar histórico, ideológico e intelectual de España, fue el escenario en el que hace días dos mundos se vieron cara a cara: el de la yihad y el de Occidente. El primero reivindica, de forma extraña y contradictoria, un Dios de destrucción y muerte, en tanto que el segundo -apunta María Luisa Maillard- ve encenderse en su propia frontera las paradojas terminales de una civilización.
El reciente atentado yihadista en Barcelona, en el que una furgoneta arrolló a más de cien personas inocentes que paseaban por la Rambla, matando, de momento, a trece de ellas, entre las que se contaban niños y ancianos, trae en principio a mi memoria el recuerdo de esa gran avenida, plagada de puestos de flores y pájaros, que une no sólo a Barcelona con el mar, sino el pasado del barrio gótico con el presente de la ciudad.
Yo frecuenté diariamente, a finales de los años setenta y durante tres años, esa avenida llena de vida, tan próxima a mi buhardilla en la Plaza Real. En esos tiempos difíciles de transición de una dictadura a una democracia, Barcelona era una fiesta y su epicentro, la Rambla. De allí surgieron las primeras jornadas libertarias, las multitudinarias manifestaciones contra la Ley de Orden Público, y por allí paseaba Ocaña, travesti sevillano, vestido de angelito. Plantaba su caballete en medio del bulevar y, cuando se acercaban los “grises” (como se denominaba a los policías), se embadurnaba la cara de pintura y a grandes zancadas se iba cantando entre el aplauso de la gente: “Yo de la vida no entiendo ná, el cardo siempre pá arriba y la flor siempre pisá”. Fue sin duda la Rambla, en esos momentos, un símbolo del ansia de libertad y de cambio; pero ya en los años cincuenta y sesenta había sido un foco de efervescencia intelectual, atrayendo a escritores latinoamericanos como Vargas Llosa y Gabriel García Márquez; y antes, en los años veinte y treinta había sido el centro de la renovación literaria catalana con nombres como Josep María Segarra. No podemos encontrar ningún escritor catalán que no haya escrito sobre esta vital arteria de la ciudad. Sin duda, la Rambla es la avenida de mayor fuerza simbólica de Barcelona, y no sólo de ella, sino de una civilización, la occidental, que alcanzó su apogeo en la libertad del arte y del pensamiento.
Los habitantes de Barcelona han salido masivamente a la calle, al grito de ¡no tinc por! (no tengo miedo). ¿Es suficiente no tener miedo? Este atentado se une a un rosario de atentados habidos en Europa en los últimos años, Madrid, Niza, Bruselas, París, Manchester, Londres, han contabilizado más de trescientos inocentes asesinados y miles de heridos. En Europa viven más de cincuenta millones de musulmanes y en todos los países se han instalado células yihadistas. Esto no quiere decir que todos los musulmanes sean responsables, pero lo que sí es cierto es que el Estado Islámico va ganando adeptos en los países musulmanes, en principio por el terror –no hay que olvidar que el 95% de víctimas de atentados terroristas son musulmanas. Sólo en Irak, este último año se han contabilizado 10.326 atentados. Le siguen Afganistán, Nigeria, Yemen y Siria-. Pero no sólo el terror. Su sistema de propaganda se extiende de forma planetaria gracias a las modernas redes de comunicación. Lo que nos debemos preguntar es cuál es el atractivo de esta ideología radical y asesina en muchos de estos jóvenes terroristas, algunos de nacionalidad europea.
El odio de los yihadistas al mundo occidental se cimentó en la cadena de agravios del periodo colonialista que culminó con la creación del Estado de Israel, pero ¿es que los jóvenes, cuyos padres vinieron a Europa huyendo no sólo del hambre sino de gobiernos sátrapas, no encuentran ningún estímulo en vivir en sociedades que respetan sus creencias –Europa está plagada de Mezquitas- y les proporcionan educación y atención sanitaria, algo de lo que carecen en sus países de origen? Parece que eso no es suficiente. La Europa de nuestros días, como señala Milan Kundera, ya no contempla su rostro en el espejo del arte y del pensamiento. Ya no es atractiva. Reniega del esfuerzo y el sacrificio para lograr metas que no sean las deportivas y se deja arrastrar por el populismo. La Europa del consumo, del entretenimiento y de la conversión de las ciudades en parques temáticos sólo tiene atractivo para los que pueden gozar del espectáculo. Mientras, el pensamiento decae y no es capaz de afrontar las paradojas terminales de esta civilización. Una civilización que desde el siglo XX ha encumbrado la igualdad como su lema, y se ha esforzado en corregir con la ciencia las desigualdades y “los errores” de la naturaleza -como que las mujeres no puedan parir a partir de cierta edad o la de que alguien no se encuentre a gusto con su sexo- mientras la desigualdad real, la que es fruto de la acción de los hombres, que es la del abismo entre ricos y pobres, no ha parado de crecer de forma alarmante. No es, en cualquier caso, una desigualdad tan sangrante como la que existe en los países árabes, pero ellos tienen “su chivo expiatorio”, Occidente, y la mística de “otra vida”.
*Doctora en Filología, novelista y escritora madrileña. Colaboradora de la edición de la obra crítica de María Zambrano, en la Fundación María Zambrano de Málaga y Presidenta de la Asociación Matritense de Mujeres Universitarias de España.