21 junio, 2017

Padre Páramo: Rosario Herrera Guido

Padre Páramo

Por Rosario Herrera Guido

 

Si el tema de Malcolm Lowry es el de la expulsión del paraíso, el de la novela de Juan Rulfo (Pedro Páramo) es el del regreso. Por eso el héroe es un muerto: sólo después de morir podemos volver al edén nativo. Pero el personaje de Rulfo regresa a un jardín calcinado, a un paisaje lunar, al verdadero infierno. El tema del regreso se convierte en el de la condenación; el viaje a la casa patriarcal de Pedro Páramo es una nueva versión de la peregrinación del alma en pena. El simbolismo —¿inconsciente?— del título: Pedro, fundador, la piedra, el origen, el padre, guardián y señor del paraíso, ha muerto; Páramo es su antiguo jardín, un llano seco, sed y sequía, cuchicheo de sombras y eterna incomunicación.
El Jardín del Señor: el Páramo de Pedro.

  

Juan Rulfo es el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen —no una descripción— de nuestro paisaje. Como en el caso de Lawrence y Lowry, no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura impresionista sino que sus intuiciones y obsesiones personales han encarnado en la piedra, el polvo, el pirú. Su visión de este mundo es, en realidad, visión de otro mundo.  
Octavio Paz, Corriente alterna, 1997.

 

En 1986, cuando contra viento y marea izaba las velas de la revista independiente La Nave de los locos, número 10, circuló en todos los medios que Juan Rulfo había muerto, y de inmediato busqué, sin éxito, entre los intelectuales y escritores que conocía una nota sobre su lamentable partida real, aunque sublime eternidad simbólica, del poeta de los mitos y los murmullos mexicanos. Pero, tras la fallida búsqueda, una mañana, en estado de duermevela, me escuché balbucear: “Padre Páramo”. Y desde entonces no dejé de rumiar, pensar en voz alta y pergeñar borradores sobre este quiasmo que engarzaba estos dos enigmáticos significantes. Lo que entonces logré escribir para publicar en la mencionada Nave, sólo fue una intuición, como para no perder la idea revelada por el alba.

 

Hoy vuelvo a ensayar unas líneas, en el marco de las múltiples conmemoraciones del Centenario del Alumbramiento, en los dos sentidos, dar a luz e iluminar, de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, más conocido como Juan Rulfo (Sayula, Jalisco, 16 de mayo de 1917 – Ciudad de México, 7 de enero de 1986), … el escritor, guionista y fotógrafo mexicano, autor de tres originales y espléndidas obras: El llano en llamas (1953), Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1980). Obras por cuya originalidad y calidad literaria fueron traducidas a diversos idiomas y le valieron importantes laureles: el Premio Nacional de Letras (1970) y el Príncipe de Asturias de España (1983).

 

“Padre Páramo” es una metáfora del padre yermo, árido, desértico, ausente, lejano, que no sólo alude a la orfandad real de Rulfo, sino al desamparo y la soledad de nuestro pueblo originario y de la humanidad, develado por Octavio Paz desde su Laberinto. Porque Pedro Páramo es un mito moderno, que permite simbolizar al patriarca que tiene que, por destino inconsciente ancestral con el padre, preñar a todas las hembras, en lo real y en su fantasía, porque la ley de la cultura le prohíbe aparearse con la madre.

 

Juan Rulfo está siendo recordado durante y más allá de 2017, por ser considerado uno de los iniciadores del movimiento literario “realismo mágico”, que le merecería en vida y hasta post mortem el Premio Nobel de Literatura, tan sólo por Pedro Páramo, por un relato mítico, poético, la versión más acabada de la tragedia, cual poema escrito en un tiempo verbal que llamamos “futuro perfecto”, expresado como “habrá sido”, … un tiempo circular, o más bien espiral, como el rizoma de Gilles Deleuze, donde en compañía de Freud y de Lacan (Nächtraglikeit: répétition), domina el regreso de lo mismo, pero con diferencia, pergeñado en un futuro que regresa como pasado, en un decir poético y profético, que habla de lo que siempre está sucediendo, como un poema, donde se devela el palimpsesto del poder, que al tomar prestado un término pictórico, presenta en un instante el eterno retorno de lo mismo, que al descarapelar una pintura devela otros escenarios y personajes pero sobre un mismo tema, variación sobre un mismo tema, como en la música: la caída del nombre del padre, la violencia patriarcal, el espectáculo y la ruina del poder, con su esplendor y su irónica indigencia. Porque en la novela Pedro Páramo, en realidad sólo se vislumbra la historia: la vida rural después de la Revolución Mexicana.

 

Un mito que se ha integrado no sólo a la mitología mexicana sino a la universal, pues Juan Rulfo mismo, a la vez que se ha alimentado del mito lo ha nutrido. Pedro Páramo es la expresión poética transhistórica y perenne de lo que no deja de suceder, cual paradigma de una búsqueda cósmica, que más allá del tiempo logra hacer que la novela Pedro Páramo participe de la inmortalidad, por su excelsa literatura y su eterna actualidad, que no termina de pasar: orfandad y la soledad.

 

Para acceder a esta lectura es preciso dejar de padecer la mitofobia de Voltaire, con el fin de dignificar el mito que, sin saberlo, nos habla de los deseos más enigmáticos del alma humana. Recordemos que Vico, para lograr escuchar en el mito las formas básicas de la vida humana y dar paso a una Ciencia Nova, enseñaba que hay que tener por brújula el pensamiento mítico, que es trágico y poético, como el instante de Kierkegaard: un átomo de eternidad.

 

Abordar el mito de Pedro Páramo exige aprehenderlo como una protofantasía, que funde la ficción con la realidad, en un más allá de la historia que cuaja en la transhistoria, que no es un tiempo lineal y, por lo mismo, trae una verdad excelsa consigo: la verdad tiene estructura de ficción (Lacan). El antecedente de Rulfo es el destiempo o el contratiempo, que fecunda el mito de Pedro Páramo, que podemos palpar desde su cuento “Luvina”, donde en el tiempo se enredan las fiebres y todo es pura eternidad. De aquí que a Pedro Páramo no le falte, en sentido clásico, un argumento; por ello se desliza por diversos planos, en un juego de diacronías y sincronías, en plena “asociación libre”, en un tiempo que es un sueño y una pesadilla, como la tragedia, que no se resuelve como la comedia, pues los hombres y las mujeres estamos destinados a la muerte.

 

Juan Preciado es un personaje mítico, movido por la promesa a la madre de ir en busca de su origen, viajar a Comala a excavar, como un arqueólogo, a través de un “eterno retorno” en otro mundo, donde las arenas muertas de los relojes indican que todos los habitantes de Comala, hasta el narrador, son muertos que se comunican con los vivos, y los vivos escuchan los murmullos de los muertos, cual reinos que entretejen la urdimbre de la tragedia. Juan Preciado, al filo de la orfandad, pregunta por el origen, el padre, el principio, porque sin él no hay ningún auténtico nacimiento, sino un mundo materno donde sólo queda el alma en pena,… ¡qué pena! Lo dice Gérard Pommier: “Sólo un padre puede traer al mundo a un hijo”. No propiamente parirlo, sino traerlo a la cultura y la ley, como representante simbólico privilegiado.

 

Octavio Paz pone entre interrogantes que el título de la novela sea inconsciente (Corriente alterna), aunque lo interpreta de una forma muy cercana a la que se realiza en el encuentro del deseo inconsciente en la experiencia psicoanalítica: la escucha de lo que se escribe de significante, no más allá ni más acá, allende o aquende, sino al pie de la letra: Pedro como fundamento, piedra, origen y padre,… y Páramo como “llano seco, sed y sequía, cuchicheo de sombras y eterna incomunicación”.

 

Pedro Páramo, el nombre del padre, el nombre patronímico, en cuyo nombre se autoriza a existir todo ser humano, es sin embargo, un “Padre Páramo”, padre ignoto, en falta, alejado y lejano, que deja a Juan clamando en el desierto por su preciado nombre. Ya no hay original al cual remitirse, el hijo ¡tan preciado! está muerto en la madre. Ahí donde el mito sólo habla de un padre ausente, dudoso, ingrato, está el padre muerto. Tal vez por ello la descendencia de Pedro Páramo, el patriarca y el cacique, es la orfandad y la soledad mortuoria.

 

No olvidemos que Pedro Páramo sólo reconoce como hijo a Miguel Páramo, porque la madre muere y ya no hay nadie con quien disputárselo: ahora puede ser el espejo del padre. Juan Preciado representa la orfandad cósmica que emprende el viaje hacia la tierra prometida, en la que sólo encuentra un padre yermo que “se desmorona como un montón de piedras”, en medio de un apocalipsis en lugar de un edén, en un pueblo fantasma donde hasta las piedras murmuran y los pasos se pisan, cual si las sombras de otro mundo persiguieran las de éste, y la verdad mostrara que “lo irreal es lo más real” (Gaston Bachelard). Todos somos hijos de Pedro Páramo, … un padre dudoso o ausente que ahoga sus penas en alcohol,… o de un padre muerto desde siempre, como todos los dioses, a los que se rinde culto, porque al prohibir a la madre lo tenemos que matar, … pero al matarlo, la culpa ya no nos permita acceder a la madre, sino fundar la ley que prohíbe mancillar lo sagrado, fundamento del culto y la cultura, que prohíbe el incesto y el parricidio.

 

Huérfanos, herederos de un mito que al narrarlo nos permite entrar en el mundo simbólico, y preguntar por nuestro origen, que como íntimo secreto supera “la cultura del silencio” (Paulo Freire). Pedro Páramo toca los ejes esenciales del ser, que por el sendero anda y desanda Rulfo, tras ese padre polvoriento, cual desierto interior. Pedro Páramo, continuidad y discontinuidad del ser, es el mito de la orfandad que busca el principio, cargado de muertos, para traspasar la muerte y preguntar a los muertos por el padre extinto o inquirir al padre por la muerte. Rulfo, tras el padre muerto, evoca el “ser para la muerte” (Martin Heidegger), y el mundo de Albert Camus para quien sólo la muerte es el absoluto real.

 

Poesía y mito de la orfandad evocan el nacimiento de Huitzilopochtli, el hijo preferido de la Coatlicue de Coatepec, que queda encinta cuando barría, con sólo guardar una pluma en su seno, y al que los Cuatrocientos Surianos y su hermana Coyolxauhqui tramaron asesinar por deshonrarlos con semejante perversión. Huitzilopochtli, venerado por los mexicas por su portento, pues nunca se supo quién era su padre (Códice Florentino, versión de León-Portilla). Desde entonces, la ausencia del padre está en la raíz de nuestro mito: hijo preciado y madre dolorida como Dolores Páramo, que evoca a María, la  Dolorosa, que también tuvo un hijo sin padre. Recordemos que la madre le pide a Juan Preciado que se cobre caro el abandono en que los tuvo su padre, Pedro Páramo. Y Juan lleva el retrato de su madre en el corazón, y la sangre hirviendo contra el padre, pues las palabras de la madre, la versión del padre, son las únicas que valen. El padre está muerto desde siempre: “Me mandaste a un pueblo solitario a buscar a alguien que no existe”. Por eso la madre puede decirle: “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti”. Entonces Juan Preciado busca al padre para (re)matarlo: constatar su ausencia o asegurarse de su muerte.

 

Padre Páramo es el poema de la orfandad que deviene soledad e identidad, porque para que existan los otros es preciso diferenciarse de la madre, encontrar el principio, reconocer el nombre del padre: el padre muerto. Y aunque Juan Preciado pensó no cumplir su promesa, el deseo de la madre lo determina: “Ahora —dice— yo vengo en su lugar, traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”. Juan y Dolores son Uno, sin diferencia, porque el nombre del padre es desalojado.

 

Todos somos hijos de Pedro Páramo, el semental que preña a todas las mujeres; somos almas en pena que nos bañamos en los pantanos de la culpa (el incesto y el parricidio). Recordemos, a propósito de la vida incestuosa que viven dos hermanos, a los que no quiso perdonar el obispo que pasó por esas tierras, con los que pasa la noche Juan Preciado: “Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros…” Así devela Rulfo el ser mexicano y universal: ser de la culpa.

 

Si los personajes vienen de otros mundos (Miguel Ángel Asturias), es porque la protofantasía los habita, y a través de ellos sabemos de los deseos de todos los otros que nos preceden desde siempre, porque son seres especulares, que desde el otro lado del espejo (re)actualizan este mundo (Carroll). De entre las ruinas de Comala salen los seres de todos los tiempos, que murmuran el conflicto del origen.

 

La salida en falso de este conflicto con el padre ausente e irresponsable, que debe pagar caro, en el traslado desde lo imaginario al plano de la política. Cuando Pedro Páramo, al negociar con los alzados de la Revolución Mexicana, les pregunta por la causa, y ellos responden que están hartos de los caciques (como Pedro Páramo) y del gobierno, pero que a éste se lo van a decir a balazos, está claro que no hay palabras para decirle a papá-gobierno el odio del pueblo por la desgracia en que lo tiene. La paternal imagen de Pedro Zamora es la oposición del padre ausente; el líder, como un padre protector, que se desvela contándolos, los reconoce en la oscuridad y lo siguen como ciegos. “Rulfo —dice Juan José Arreola— es vocación de amor y crueldad”. Y es que frente a un Padre Páramo (el padre simbólico), se busca al padre que es versión de la madre, el padre que es culpable de las desgracias de la madre y del hijo, al padre fantasmagórico (el padre imaginario) y tal vez el salvífico origen de nuestro ser, el padre que al final de la novela se desmorona como si fuera un montón de piedras (el padre real).

 

Como dice Felipe Garrido: “En su conjunto, la obra de Rulfo es la visión de una realidad mexicana, trágica, lírica, subjetiva y parcial: la visión de lo que es el hombre, en esta tierra o en cualquier otra, ahora y siempre. Y en esta visión hay zonas luminosas; no sólo un canto de angustia, desdicha y violencia; es también un canto al amor más poderoso que la muerte. Sobre todo, es un canto a la tenaz lucha de los oprimidos, una lucha que por sí misma, en su redoblada insistencia, constituye un cántico de sorda esperanza”.

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