3 febrero, 2017

Una poética de lo inmediato. La enseñanza de la poesía

Una poética de lo inmediato
La enseñanza de la poesía

 

Por Leopoldo González

El móvil íntimo de la escritura

Escribir poesía es un ejercicio relativamente sencillo en el que intervienen las ganas de hacerlo, la necesidad de traducirse a lenguaje que experimenta cada individuo, la “visión” interior del que escribe e intenta comunicar “algo” al mundo y el deseo, consciente o inconsciente, de forjar una imagen que nos represente y hable por nosotros a la mirada de los demás.

En años recientes ha cobrado un nuevo y vigoroso impulso el estudio y conocimiento de la poesía, desde perspectivas que iluminan su importancia histórica y la necesidad de su ejercicio en travesías de crisis y en épocas de oscuridad. A fines del siglo XX algún autor latinoamericano se preguntó si la poesía era entonces un arte en agonía; al despuntar el siglo XXI se organizaron coloquios y encuentros internacionales con el propósito de estimular nuevos acercamientos críticos a su ejercicio e investigación, a su lectura y cultivo por la primera generación del siglo; más tarde, Ethel Krauze publicó un libro esclarecedor (Cómo acercarse a la poesía, México; 2002) que ayuda a despejar los caminos habituales del lector y a darle una significación distinta a la lectura y al interés por la poesía de todos los tiempos. A su manera, cada uno de estos eventos, ejercicios y ensayos contribuyó a una tarea esencial: la de construir puentes de comprensión y entendimiento mutuo para crear un territorio común entre el autor, la obra y el lector.

El ser humano es un signo entre los seres y las cosas del mundo y, a su vez, los seres y las cosas del mundo son sistemas de signos en los que respira, habla, sufre, camina, sueña, sangra, vuela, llora e imagina el hombre, “el Prometeo de sí mismo” según Michelet.

¿Para qué escribimos? ¿Qué es ese vacío o hambre de plenitud que nos lleva a escribir? ¿Qué lugar ocupa la poesía en el oficio de escribir? ¿Qué es lo que está detrás o debajo de la palabra, como materia prima latente o refulgente, cuando tomamos o “alguien” toma en nuestras manos el acto de escribir? ¿Cuál es el móvil profundo del arte de escribir poesía? Las preguntas son las mismas desde hace siglos y las respuestas varían según la tradición histórica, la cultura, la época, el discurso literario y el o los autores de que se trate.

La pregunta por el ser de la creación, de la escritura y del acto de escribir, no es asunto menor cuando se trata de saber si se puede o no enseñar a escribir poesía. Al acto de escribir -y, específicamente, al de escribir poesía- se puede llegar por varias vías: por una disposición de ánimo que no sabemos cómo surge o de qué manera nace en el interior de la persona; por un impulso del corazón cuya motivación es un misterio que han intentado explicar filósofos, místicos, poetas, literatos, teólogos, hermeneutas y filólogos de casi todas las lenguas; por la descarga repentina de una fuerza o energía “sin nombre” (el “trance” de Coleridge, el “duende” de García Lorca, el “erizo” poemático de Jacques Derrida, etcétera) que nos pone en contacto con cierto descubrimiento o revelación cuyo enigma necesita ser dicho; o bien, porque se cae en cuenta de que se tiene una predisposición innata a ser el traductor de los motivos del corazón, o el “médium” dispuesto a trasladar sustancias de una realidad a otra, pues, como escribió Novalis: “El camino misterioso va hacia el interior”.

 

El temprano despertar a la poesía

La poesía como recurso de desdoblamiento interior del hombre y ejercicio literario temprano; la poesía, ese ser vivo que deletrea a su autor y funde en un abrazo cósmico a todos los seres de la tierra, es algo a lo que se llega pronto en la vida: el lugar del hombre en el cosmos y su relación con otras creaturas que tanto inquietaba a Scheler; el misterio donde nace el sol cada mañana; las tonalidades del ocaso mientras oculta y desaparece la luz solar de nuestra vista; la noche inmensa que es nuestra cuando la vivenciamos con los ojos y el filtro de la propia percepción; la belleza salvaje de un bosque de pinos en los silencios del ojo y el olfato; la relación del hombre con los asuntos de la flor y, desde luego, todo el conjunto de sensaciones que vivimos en la edad de la inocencia brindan al niño, al púber, al adolescente y al joven el estímulo necesario para dar forma inicial a la voluntad de escribir.

El que escribe poesía unos años después de que adquirió uso de razón, lo hace porque hay en él dones y atributos de ser que lo trastocan en signo errante de la cultura: un alma sensible atravesada por los dictados y las urgencias del lenguaje, un conocimiento innato de las materias propias de la poesía y un inconsciente poético -común a todos los hombres- que en secreto esperan entrar al juego del encantamiento del mundo.  

En esta primera etapa, que podría definirse como de autodescubrimiento y autoexploración del inconsciente poético, los pasos iniciales de la escritura están marcados por el sello de la inocencia (la no-ciencia), por lo que es creado a golpe de primera intención y por lo que sencillamente “nos nace” escribir, al margen de preceptivas literarias y de cualquier otra preocupación formal por la calidad, el estilo, la originalidad, el valor y la filiación estética de lo escrito. En este periodo inicial en la vida del que escribe, casi todo tiene el patrón de la escritura poética instintiva e intuitiva, dictada por los “pálpitos” del corazón y expresada en forma de tentativas, anticipos y vislumbres: ejercicios preparatorios sin los cuales no puede concebirse ni darse por hecho al futuro escritor. Esta es la etapa de cocción en solitario y de forja gradual del autor, en la que no intervienen la lección ni la enseñanza directa de nadie, sino sólo el grito nocturno de la sangre señalando a uno más de la estirpe de los elegidos.

Lo que sigue a la inquietud y a las tentativas iniciales de escribir poesía es, para el que escribe, una tarea doble: primero, de autoformación continua en lecturas necesarias e indispensables, en el proceso de escribir tomando riesgos, en la búsqueda persistente del “yo” interior que desea ser dicho, en experiencias de vida y en el diálogo fecundo con otros creadores; segundo, de formación intensa e integral en estudios formales, en círculos literarios, en talleres de poesía o narrativa y en lecturas críticas, en busca de una expresión y un estilo propios.

Si el poeta se propone como enigma a descifrar en el enredo del mundo; si es un ser sagrado a causa de los peligros que lo habitan; si es una “nada” que escribe “nadas” significativas en el enigma del universo; si es intermediario accidental entre los dioses y los hombres; si es un instrumento de la tentativa de llenar de plenitud el vacío que lo contiene y que expresa al propio universo; en suma, si es portador del fuego eterno en pos de hacer del mundo un todo iluminado, estas cuestiones las resolvió ya -aunque de modo provisional- la filosofía a partir de Platón, pasando por Aristóteles, Horacio, Homero, Virgilio, Dante, Kant, Novalis, Hegel, Hölderlin, Maritain y Heidegger, hasta llegar a la consideración de que el poema y el poeta son un eco sin fin del canto primordial que funda la armonía del cosmos.

Tener en cuenta que somos, poéticamente hablando, el eslabón de alquimia y sentido que alguien fijó en los códigos secretos de la sangre, para que en el fluir de la vida y el lenguaje fuese reescrito lo que en verdad somos, es tan importante como saber que la poesía es hambre de Absoluto, ambición de totalidad. Por esto, no debemos buscar la poesía en otra parte que no sea en todas partes.

 

La enseñanza de la poesía

La poesía como técnica de lectura, método de conocimiento racional, fórmula de expansión del ser, ejercicio de creación, espacio de recreación de la crítica y técnica de investigación y de expresión literaria que es, es un fenómeno que no sólo puede y debe ser estudiado, sino algo susceptible de ser enseñado y aprendido en la medida en que se tenga vocación y disposición de espíritu para ello.

Ni la inspiración, ni la “visión” interior, ni el instante de “revelación” previo al acto de escribir, ni la forma particular de sentir y de imaginar el ser del poema pueden ser objeto de una enseñanza específica, porque son únicos e intransferibles en cada uno y forman parte inconfundible de la infraestructura emocional y espiritual de cada individuo. Si, como escribió Octavio Paz, “La llamada técnica poética no es transmisible, porque no está hecha de recetas sino de invenciones que sólo sirven a su creador”, esta no puede ser enseñada, entre otras cosas, porque cada alma -de acuerdo con “el compás de su ser” que menciona Aristóteles en su Poética– es portadora de un ritmo único y de una vibración distinta en la armonía del cosmos, de suerte que cada ser y cada alma son causa eficiente de sí mismos y habitan el centro de su propio afán.

Pero en la medida en que el ejercicio de la poesía, de ser juego lúdico de los sentidos y las facultades, pasa a ser manantial de un saber útil, conjunto de habilidades y destrezas para la expresión oral o escrita, conocimiento transmisible y dominio de una técnica literaria, en esa medida puede ser objeto y materia de un proceso didáctico de enseñanza y aprendizaje.

Uno vive en ese domicilio conocido que es el lenguaje, que a su vez es la casa del ser, y ahí experimenta todo tipo de sensaciones con el frío, la luz, el agua, la soledad, las preguntas “sin respuesta”, el hambre, la oscuridad, la ausencia, el vacío y… de pronto, una intuición o una revelación de muy adentro de nuestro ser nos lleva a la página en blanco: al intento de transformar lo sentido, lo vivido, lo imaginado, lo intuido o revelado en poesía escrita. Alfonso Reyes advierte: “no debe confiarse demasiado en la poesía como estado de alma, y en cambio se debe insistir mucho en la poesía como efecto de palabras (…) Hasta los perros sienten la necesidad de aullar a la luna llena, y eso no es poesía (…) El poeta debe hacer de sus palabras cuerpos gloriosos”.

Es válido que en ocasiones se escriba más con las urgencias e imperativos del sentimiento o la emoción, que con los dictados o la palabra en reposo de la razón. También es explicable que ocurra a la inversa: que un componente de razón, más que de sentimiento y emoción, predomine sobre las calles y avenidas de la página en blanco. Sin embargo, por lo menos desde nuestra perspectiva, siempre será mejor un texto situado en el crucero verbal que forman las corrientes vitales de la emoción y la razón, porque será un texto regido por la imaginación crítica, la mesura y el equilibrio.

Si la escritura transmite conocimiento a partir de los sentimientos, las emociones y sensaciones que el escritor ha depositado en ella, y que subyacen en el texto, transmitir ese conocimiento demanda plasticidad de espíritu, cierta preparación formal y habilidad para comunicar. Por ello, escribir poesía requiere dominio de los instrumentos del lenguaje y la capacidad de dar forma al sentimiento en greña, a la emoción en bruto, a la sensación en barro que toman en sus manos el acto de escribir.

 

Lo que hay que saber nos interpela

Ser poeta es un oficio gatuno: consiste en combinar la suavidad aterciopelada del pelambre del gato con la garra felina de su estar en el mundo; es un asunto de técnica ruda y, a veces, una cuestión de rudeza pura en busca de las excelencias del lenguaje. Es por el lenguaje que somos un estar siendo y es por la palabra que entramos en posesión del mundo. A su vez, lenguaje y palabra sólo realizan su capacidad de significar en la medida en que el Otro (el poeta: el “inspirado por los dioses”, el “poseído por un dios”) subordina las funciones intelectuales y fisiológicas del habla a la imperiosa “voz interior” que necesita ser dicha.

En cuanto una resolución interior de servicio al oráculo de los dioses o a sus deseos más recónditos nos convierte en artesanos del lenguaje, todo en nuestra vida cobra un sentido particular relacionado con la poesía. Pero el contacto con lo sublime exige una lucha cuerpo a cuerpo con lo que no es sublime: un entramado institucional azolvado de intereses, la zona sombra del ser, el canibalismo de ciertos provincianismos culturales y poéticos, el ninguneo que regatea reconocimiento a trayectorias con luz propia y algunos de los condicionamientos más elementales de la condición humana y la cultura. Pero estamos de paso por la vida y por la historia, y es deber irrenunciable de los espíritus elegidos dejar el mundo un poco mejor que como lo encontraron. Escribió André Gide: “El escritor debe saber nadar contra la corriente”.

Al margen de que las instituciones oficiales de cultura no siempre hacen su trabajo y, cuando lo hacen, no siempre lo hacen bien, la pertenencia a círculos culturales y el peregrinaje por talleres literarios son alternativas de enseñanza y aprendizaje que ayudan a la formación del escritor (sea dramaturgo, ensayista, narrador o poeta), al desarrollo y perfeccionamiento de su vocación y a que su obra se nutra de un dialéctico juego de espejos en y frente al mundo.

Por otra parte, a pesar de lo bien que hacen su labor algunas instituciones de cultura, sobre todo en los ámbitos universitario y privado, lo cierto es que el escritor en México debe abrirse paso por cuenta propia, afirmarse a partir de la consistencia y calidad de su obra, mantener una independencia crítica frente a toda forma de poder y aportarle al lector una creación y una reflexión que cumplan dos requisitos: una creación y una reflexión ejercidas en la libertad y para la libertad y, al mismo tiempo, colocadas al servicio de la verdad.

Al tiempo que hay que lamentar el extravío de los gobiernos en muchas de las materias relacionadas con la cultura, puesto que suelen invertir en lo mediáticamente vistoso y no en lo culturalmente importante, hay que deplorar, también, el engrosamiento de las burocracias culturales que sólo sirven para “administrar” más no para dotar de un sentido racional y de una visión de horizonte las tareas que tienen relación directa con la promoción y el fomento de la cultura. A cambio de ello, hay que celebrar que muchas de las fuentes de oxigenación y de vitalidad de nuestras expresiones culturales y literarias vienen de la sociedad y de una vida cultural independiente, que con frecuencia hacen lo que nos han quedado a deber los gobiernos: estimulan la creación y la forja de pensamiento fuera de los estrechos círculos académicos y del poder, crean alternativas de expresión y de discusión de la realidad con un alto sentido crítico, modulan el ritmo y el tono de los relevos generacionales que a cada tanto refrescan el temple de las letras nacionales y, de paso, van depurando -a su manera- la demografía autoral y el mapa literario de lo que vale y lo que no vale la pena ser leído.

Las asociaciones culturales que se crean para dar cuerpo y resonancia a un proyecto o a un discurso; los círculos literarios que a diario se fundan en todo el país para darle voz al escritor anónimo; los talleres de dramaturgia, danza, narrativa y poesía que se abren por fuera de las instancias oficiales para generarle oportunidades a los artistas y creadores independientes y, en fin, todo el conjunto de actividades y de esfuerzos aislados que suelen desplegarse desde las aceras y la plaza pública para hacer del discurso cultural un asunto de todos, tienen el acento esperanzador y luminoso de lo que nace en la intemperie civil.

Esto implica que la vida del escritor en general, y del poeta en particular, tiene una cita permanente con la incertidumbre y la adversidad, porque en ocasiones casi todo habrá de conspirar contra él: cuando no los sinsabores e incomprensiones de la vida doméstica, los prejuicios y condicionamientos del medio cultural, las lacras y las taras de algunos círculos sociales, el marasmo y la miopía de la vida institucional y, con frecuencia, el provincianismo mental que rige la visión de una parte de la crítica y el municipalismo cultural que a veces impide ver el justo valor de las expresiones más logradas y universales de nuestra sociedad. Todo esto, sin embargo, son incidentes menores para quien en verdad ha tomado partido por la poesía, pues el poeta debe permanecer atento a cualquier hecho o circunstancia que provoque su racionalidad, sin descuidar que los asuntos mayores de la poesía -si bien incluyen las suelas y el camino- están en otra parte: en los pliegues del ser, en las costuras del alma, en un pacto de amor con la naturaleza y en la tentativa de comprender y hacer suya la indescifrable canción del universo.

 

El yo fragmentado de nuestro tiempo
(Hacia una poesía de redención) 

Estimular nuevos acercamientos a la poesía: a su enseñanza, ejercicio, cultivo y aprendizaje, no es ocioso cuando de lo que se trata es de fundir a la criatura con el universo, de orientar el esfuerzo social a la redención humana por la cultura, de dotar de asideros al hombre para que no perezca en las oxidaciones del llanto y en la ruina de su piso existencial y, en fin, de reconciliar al mundo con sus raíces augenésicas y con sus valores más hondos y perdurables, para que lo humano recobre su sentido -precisamente- a partir de los poderes de la poesía.

Nuestra época resiente una carga de incertidumbre, zozobra y oscuridad, no sólo por los signos ominosos que recorren el planeta y dibujan una mueca de espanto sobre la fachada triste del hombre del siglo XXI, sino, además, por la corrupción del lenguaje, los síntomas de deterioro y crisis del respeto a la vida, la confusión reinante, el sinsentido existencial y la distorsión de los parámetros de toda forma de racionalidad. Todas estas son cuestiones en las que quizá pueda advertirse el fin de un periodo en la historia humana, marcado, a su vez, por el fin de una mentalidad epocaria, el fin del paradigma tradicional del poder y el fin de los grandes relatos, que en conjunto subrayan no sólo el vacío que ya refería Lipovetsky, sino la orfandad y la intemperie espiritual que parecen recorrer los caminos del ser y el paisaje de la cultura en el cuarto lustro del tercer milenio.

Un paréntesis de deshielo en la historia puede constituir el más rudo de los aprendizajes para una civilización que no ha aprendido el lenguaje del amor, pero puede ser, también, una prueba para incitar a la poesía y al poeta a una experiencia-límite: la de elaborar el cantar del más crudo invierno o la oda del frío más radical, sólo para demostrar que la poesía es una sustancia de la química del intelecto hecha a prueba de muy bajas y muy altas temperaturas, capaz de cristalizar los picos de la flama y de derretir los enconos glaciares del frío, pero también de brindar respuestas y consuelo a la altura de la desesperanza que nos hiere.

La poesía que consumimos nos consume, porque leer es vivir y es morir hacia dentro. El yo fragmentado de la poética está en la soledad radical del hombre, que es soledad de sí, de Dios y del otro, porque no ha encontrado la fórmula precisa para restituir en una misma unidad integradora lo que en él es sagrado, lo que en él es él mismo y lo que en él es el otro. En la aventura de ser, el hombre no sólo ha acumulado más soledad de la que puede soportar: también ha remplazado la energía fecunda del sueño por la energía disolvente de la pesadilla, en aras de apropiarse de un mundo material exterior -de un mundo de ilusión- que lo ha hecho perderse a sí mismo.

El hombre, ese gran desterrado de sí mismo, no desea ni podría hacer frente a su ser precario ni a su soledad radical, porque se sabe más sólo que nunca en el universo y la batalla de siglos con su sombra ha diezmado su vitalidad y lo ha dejado exhausto. La soledad, que es fortuna y bendición para el crear de un espíritu elegido, puede ser ruina para el que no conoce la fibra espiritual del ensueño. Si lo que escribió Chantal Maillard: “cuanto más se expande el mundo de la comunicación más crece el hueco interior”, dibuja con crudeza demoledora una de las paradojas más terribles para el hombre de hoy, la pertinencia de aquel verso de Paul Celan parece una radiografía de las negruras de nuestro tiempo: “Digas la palabra que digas / agradeces / el deterioro”.  

Si el mundo conocido amanece hoy a un nuevo instante de decadencia, por los signos de ruina moral y los gérmenes de autodestrucción que vemos activarse en distintos puntos del planeta; si lo que hoy vivimos no es sino otro despertar a la crisis de la razón posmoderna, incapaz de crear otro logos de integración y de entendimiento racional para reinventar e iluminar la vida; o si la maquinaria de delirio y demencia que avanza sobre nuestras cabezas no es sino un desquite del pasado por cierto desajuste o desequilibrio funcional que no supimos resolver a tiempo, estos son asuntos que toca explicar a quienes llegamos al siglo XXI sin una idea clara del futuro que nos esperaba a la vuelta del tiempo.

La poesía es fuente de sentido y manantial de respuestas para el hombre atribulado del siglo XXI, no sólo porque al nombrar el vacío desvanece su aspecto aterrador y conjura sus espectros, sino, además, porque al nombrarlo lo llena de una presencia que simboliza todas las presencias.

La poesía es filosofía concentrada que resuelve en su interior lo que en el hombre es duda, vislumbre, historia, ciencia, pregunta de infinito, camino con retorno a sin él, drama, tentativa, dolor radical de ser, ausencia, laberinto de signos, tragedia, exilio interior, herida mortal del nacer, lágrima, oscuridad y luz.

La poesía que necesitamos es una poesía de redención, que contribuya a liberar de ataduras, frenos interiores, condicionamientos y límites autoimpuestos la dimensión más honda del ser, pues sólo en la restitución del ser a su esencia podremos asistir al avistamiento de toda la luz en un instante. La poesía que requerimos es una, como dice Chantal Maillard, “capaz de devolvernos la conciencia de una semejanza fundamental” con el mundo de los seres y las cosas, pues es ahí, en la geografía de lo visible y concreto, donde el poeta puede intentar redimir al mundo.

 

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