In Memoriam del doctor Néstor Alberto Braunstein Iliovich, psicoanalista, pensador, maestro, agudo interlocutor y entrañable amigo, quien tuvo la gentileza de aceptarme diversas invitaciones a Morelia como conferencista en diplomados, y a quien perdimos en lo real pero conservamos en lo imaginario y lo simbólico desde el 7 de septiembre de este 2022, y cuyas concurridas exposiciones y valioso acervo bibliográfico formó varias generaciones de estudiantes de humanidades y psicoanalistas, además de que sostuvo un intenso y original diálogo con filósofos, pensadores, artistas y políticos.
Rosario Herrera Guido
Rodin developed his memory into a resource
that is at once reliable and always ready.
During the sitting his eye sees
far more than he can record at the time.
He forgets none of it, and often the real work begins,
drawn from the rich store of his memory,
only after the model has left.
Rainer Maria Rilke
Para mí, hacer escultura es autoanálisis
Javier Marín
Necesito trabajar solo; cuando me doy cuenta,
ya terminé una escultura y nada más queda
el recuerdo de que algo pasó, como en un sueño.
Todas ellas son autorretratos puestos en cajas muy bonitas,
son quinientos mil (javiermarines) que hay dentro de mí,
que se escapan y se esconden en cada escultura que realizo.
Javier Marín
¿A qué viene todo esto? ¿Para qué tantos “miramientos” antes de discurrir sobre la obra de un escultor en particular, un particular escultor: Javier Marín?
Ni las opiniones del artista ni el credo del crítico o del comentarista permiten acceder al secreto o el misterio de las obras. Tampoco las obras sirven para “comprobar” ninguna teoría. Nunca jamás. Puede que haya, en el mejor de los casos, una incierta armonía entre las esculturas marinianas y algo, más o menos verosímil, más o menos documentado, que se dice de su creador. Entre sus declaraciones a quienes lo entrevistaron, sus recuerdos de episodios vividos y los productos que surgieron de sus manos e imaginación.
Me consta que a Javier Marín le divierte escuchar a los entusiastas de sus obras, esos que ¾además¾ conocen de historia del arte, discutiendo sobre su posición entre las diversas escuelas o tendencias, los “ismos” de los siglos pasados y el presente.
Tiene razón al sonreír frente a las opiniones de los “expertos”. No solo él: cada creador auténtico inventa el mundo a su modo, sin imitar a sus colegas y coetáneos: su ser como persona y como artista es singular. Su arte expresa una visión hecha de sueños, fantasías, recuerdos de su vida y de obras ajenas, estudios, maestros, impulsos sugeridos por los materiales que maneja.
¿La inspiración?: ¾”¿Y qué tal si hago esto?” ¾”¿Y por qué no haría estotro?”.
¿El método?: ¾ “Que la inspiración decida”.
Cada artista goza (sufre) a su manera. También el crítico escribiendo sus laboriosos ensayos.
Desde una definida postura teórica ante el arte se podrá estudiar al artista, su obra, el contexto de su producción. ¿Servirá esa obra para avalar o reforzar las posiciones adoptadas por el crítico ¾”psicoanalista” en este caso¾ un nombre que equivale al de “zapatero” (todos recordamos la sentencia de Apeles) y permite enviarlo a sus calzados?
En la fácil (pero no siempre clara) distinción entre lo figurativo y lo abstracto puede decirse que Javier Marín ha optado por la escultura figurativa. En la fácil (pero no siempre clara) distinción entre lo naturalista, lo impresionista y lo expresionista puede decirse que la suya es, para decirlo con una breve formulación, escultura expresionista. Mejor, para ubicarlo en su tiempo: neoexpresionista.
Neoexpresionista y neofigurativo. Quizás habría que buscar las correspondencias estéticas, no tanto en Nueva York, como se tiende a hacerlo, sino en la Alemania posterior a los años ’50. La pintura de Baselitz e Immendorf, el cine de Fassbinder, la Trümmerliteratur (de los escombros) y las novelas de Böll, Grass y Christa Wolf tienen mayor afinidad con sus esculturas que las estatuas de Henry Moore o las pinturas de Rothko o Newman.
Excepción podría hacerse con una cierta mirada sobre el cuerpo humano, análoga a la de Javier Marín: la de W. de Kooning, el holandés que dejó los Países Bajos.
“Neoexpresionismo” es el rótulo que me siento tentado a pronunciar para referirme a un conjunto de manifestaciones artísticas que es más fácil de definir por aquello de lo que se distinguen que por aquello que las agrupa. Las contrapartes, las tendencias diferentes del neoexpresionismo, aquellas con las cuales no se le podría confundir, son: el arte abstracto, el arte conceptual, el minimalismo y la figuración neoclásica.
Muchas veces oí hablar del neoclasicismo de Javier Marín. No podría concordar con esas voces pues su obra es, más bien, un ataque explícito al clasicismo. ¿Una alusión? Sí; una alusión disolvente. Obviamente para disolver, para ser, anti- algo es necesario reconocer ese algo al que se impugna y se invierte poniéndolo “de cabeza”, como dice el título de una de las obras del escultor.
Ya lo propuse en un ensayo previo (“Los ángeles ausentes de Javier Marín”): el paradigma conceptual de estas esculturas debe buscarse en la acuarela del Angelus Novus de Paul Klee tal como se revela en la iluminadora lectura que hace Walter Benjamin. Mirar sin ignorancia y también sin espanto al pasado para arriesgarse de manera temeraria a entrar en el futuro.
Pergeñar alas sin ángeles y hombres que parecen ángeles sin alas para mostrar lo incompleto de unos y otros.
En la fácil tarea de reconocer imágenes puede decirse que la figura humana es el objeto privilegiado y casi único de su obra plástica y que somete a los rostros y los cuerpos a un tratamiento rudo, ajeno a la convención y a la compasión.
Despedaza, desintegra, descuartiza, muestra la general fragmentación de cuerpos y almas y llama así a la recomposición, a la restauradora actividad de un arte que, mostrando la realidad, impulsa a transformarla.
¿Qué entendemos como neoexpresionismo mariniano? Asumiendo la relatividad de las denominaciones de escuelas y tendencias digamos que lo “expresionista” es, en toda obra, la de Marín o la de cualquier otro, la presencia manifiesta de la subjetividad gozante (sufriente) del artista.
Una distorsión de la realidad, como el sueño que surge también cuando los ojos se cierran. Apertura a otra realidad, irreconocible. Otra escena, no la del mundo compartido.
La falta y la incompletud son, en su obra, los elementos creativos que trascienden a la naturalidad fotográfica de la representación.
Las esculturas, los mudos cuerpos de Marín, hablan y muchas veces gritan; piden que se les escuche, que cada espectador sea un crítico y un traductor del impacto de la verdad que esos “cuerpos” revelan, su verdad. En los dos sentidos de “su”: la del cuerpo y la del artífice.
Javier Marín “transfigura” la carne de los cuerpos que él imagina (el modelo está ausente) en esculturas. El espectador es conjurado para que “traduzca” esos cuerpos maltrechos en discurso, agregando un plus de palabras al impacto causado por la obra.
En sus esculturas, la sustancia terrenal: el bronce, el barro, la artificiosa resina y hasta el humilde amaranto se hacen elocuentes al pasar a través del ojo de la aguja pupilar del mirón. Los objetos humanoides, modelados por la memoria y la imaginación, son racimos, colmenas, tropeles de signos en busca de sentido.
Zeichen sind wir, deutunglos. “Signos somos, carentes de sentido”. (Hölderlin). Somos nosotros (wir) los conminados a producir sentido(s). A partir de la mutilación. En la imposible tarea de colmar lo que por siempre falta.
Hay un doble movimiento: Marín, como creador, transforma lo inteligible (la idea) en sensible (obra de arte). El público, como espectador, recorre el camino en sentido inverso, pasa de la obra a la idea, de lo sensible a lo inteligible. O a lo intraducible e inefable del traumatismo.
Sus obras son claramente sexuadas. La ambigüedad es excepcional. Los títulos más frecuentes indican la sexuación de las figuras. Raramente se economizan los detalles anatómicos; todo lo contrario: se realzan penes y mamas y formas de las pelvis y rasgos de los rostros. Todos los llamados “caracteres sexuales primarios y secundarios” que se exhiben en las láminas de los tratados de anatomía.
Mujeres embarazadas, guerreros y venus, manotas y manitas, hermes a veces y afroditas otras; nunca hermafroditas. Que no quepan dudas.
Antes con el dúctil barro, hoy con el rígido bronce y las maleables resinas, las figuras ¾”autorretratos de quinientos mil javiermarines”¾ son seres sin sospechas, aunque se muestren lastimados e incompletos. Los frecuentes títulos o nombres de “mujer” y “hombre” no tienen nada que aclarar: son redundantes. La designación “sin título” es más exacta.
Nunca son, sin embargo, figuraciones ideales o idealizadas de la sexualidad. La expresión artística desconstruye los arquetipos de lo masculino y lo femenino. La sensualidad es desterrada y el erotismo es contrarrestado por la fuerza destructora de la pasión, pasión por la verdad, enemiga de las intrigas y de las trampas de la convención.
El clasicismo idealiza. El expresionismo, anterior en la historia del arte a toda escuela, disuelve los ideales y denuncia su inconsistencia.
¿Por qué las figuras más conocidas y admiradas de la antigüedad clásica son las que han llegado incompletas a nosotros? Victoria de Samotracia, Venus de Milo, torso del Apolo de Belvedere, Apolo del templo de Zeus en Olimpia, para recordar sus nombres célebres y sus imágenes de todos conocidas.
¿Por qué esa fascinación de los expertos, no de los turistas, que los lleva a preferir la Piedad Rondanini a la Piedad Vaticana? ¿O a los esclavos encadenados que parecen entrar confusamente en el mármol por sobre el David que salió de él?
¿Por qué el caminante de Rodin, sin cabeza ni brazos, la pierna descarnada de Giacometti, las incontables cabezas de San Juan, Holofernes y Goliat? ¿Por qué los pies y los corazones en platones de Javier Marín?
¿Por qué las cascadas de cuerpos mal ensamblados de nuestro escultor, los órganos y entrañas de los sacrificados, las reliquias de los santos, los objetos parciales descoyuntados, la fascinación por los muñones, por el hueco de las esculturas vaciadas de su “carne” visceral?
Es que todos y cada uno siente (y goza) de esa incompletud. Podría uno incluso arriesgarse a decir, sin alejarse de Freud, que el trabajo de la cultura es un intento de disfrazar el hecho fundamental de que somos seres incompletos, anticipos de la disolución que nos espera.
Contemplando estas figuras celebérrimas de la antigüedad nos encontramos a nosotros mismos. Por nuestra propia falta nos identificamos con el horror de la amputación que es nuestro pasado, hace nuestro presente y anticipa el ser futuro.
La respuesta a la fragmentación es instintiva o lo parece. Se extrañan la “buena forma” encomiada por la Gestaltpsychologie y la imagen integrada del self como surge de la unificación que concede el espejo al infante de Lacan. ¡Bienaventurados los cuerpos unos y enteros!
Sin esa suturación de las faltas el sujeto se escinde y regresa al mundo terrorífico del desamparo, al grito desesperado ante la Cosa sin nombre, cuando ningún prójimo es auxiliador.
¿Cuáles son los atributos de los escultores de formas mutiladas? ¿Quién podría brindarnos una respuesta si no el poeta que comprende la ética que se desprende de los restos de la estatua del Apolo de Belvedere y dedica en 1908 el soneto a su gran Amigo, el Escultor? Oigamos, oigamos al poeta en una traducción más o menos libre:
TORSO ARCAICO DE APOLO (R. M. Rilke)
Nunca hemos conocido su inaudita cabeza
en donde maduraban los globos de sus ojos.
Mas su torso aun brilla, como un candelabro
en el que su visión, aunque menguada,
se detiene y reluce. Si no, ni el relieve del pecho
que así te ciega ni la suave curva de sus caderas
deslizaría una sonrisa hacia el entronque del
medio, donde residía el poder de procrear.
Si no siguiese en pie esta piedra, breve y contrahecha
bajo el transparente desplomarse de los hombros
y si no destellase como la piel de los predadores;
tampoco irrumpiría penetrando por sus cortes
como una estrella, pues no hay en ella un lugar
desde no te mire. Debes transformar tu vida.
Así es. Las ruinas de una memoria irrecuperable, las de todos nosotros, son como ese torso de Apolo y como los múltiples torsos de Marín: incitaciones a figurar lo que falta sabiendo que la estatua seguirá mostrando la fea belleza de sus bordes tallados en la rota piedra, de los múltiples trazos caligráficos que la historia ha inscripto en ella como letras, flechas y marcas de la acción del artista, onomatopeyas del martillo en la piedra, de la uña en el barro, del canal por donde se escurrió la cera perdida.
Los trazos de la ausencia. Los destrozos de la presencia.
Destrucción de la idealidad formal que en psicoanálisis tiene un nombre específico: castración. Porque esa idealidad formal es la del falo que se tiene (masculino) o que se es (femenino). Y en los dos casos sobre el fondo de interrogación: ¿lo tengo? ¿lo soy?
Referencia a ese pedazo de carne que falta en tantas esculturas del pasado, tanto en Oriente como en Occidente o en Mesoamérica, ese cacho con el cual los otros trece pedazos de Osiris podrían llegar a completar un cuerpo divino.
Figuras de hombres y de mujeres, sí, pero lacerados, tallados, heridos, cicatrizados, agujereados, despedazados y recompuestos, exhibiendo sus mataduras. Figuras mortificadas que no esperan la resurrección de los cuerpos.
Los artificios escultóricos son, en Javier Marín como en los otros casos mencionados, memoriales de la agresión y la violencia. Eros desbastado por Tánatos. Ejemplos sublimes de erotanatismo.
Raramente, excepcionalmente, se puede aplicar a sus esculturas el adjetivo más preciado aunque no el más valioso en la historia del arte: “bellas”.
¿Y el saldo? Es la obra de la verdad, el objeto real llamado a la vida del pensamiento y la vida de ese objeto continuada en la vida del espectador que es “alterada” por el contacto con la obra de arte. Por el pasaje a otro mundo de raras ideas y formas inéditas.
Por el imprevisible inconsciente, cincelado a golpes de síntomas y sueños y equivocaciones.
La obra de arte es verdadera cuando “hace otros” (alter) al artista y a su público. Du musst dein Leben ändern. Con ese mandato termina el soneto de Rilke. Obviamente, no todo lo que se presenta como “artístico” alcanza su objetivo de (con)mover alterando al espectador.
Cuando eso sucede estamos ante un “acontecimiento”. Los tan debatidos “pares de zapatos” de van Gogh (nunca sabremos si eran los suyos), en sus tantas versiones, brillan más que el charol. Caminan en ese otro mundo; empujan a cambiar la vida.
El expresionismo es, en la obra, la endoscopía de sus fantasmas que el artista proyecta sobre la materia. Marín ha dicho que él dialoga con sus esculturas de barro o bronce, les pregunta por qué y cómo han alcanzado “su” forma. ¿La de él?
La obra crea una distancia entre la representación hecha objeto (cuadro, escultura, sonata) y la cosa figurada por los sentidos. El arte es una intrusión del lenguaje en la percepción de lo visible. En otras palabras: una “desnaturalización” de la cosa. Zapatos que no caminan pero ponen en marcha a la fantasía. Y a los críticos: Heidegger, Shapiro, Derrida, Kimball, etc.
En 1726 el obispo Butler decía: “Todo es lo que es y no otra cosa”. La crítica conservadora en arte toma ese lema como un absoluto. “Hay que ver lo que es”. Nosotros, impregnados por el arte, decimos: “En todo lo visible se muestra otra cosa, algo distinto de lo que es y se ve.” Ese “algo más” es el componente expresionista. Revelar esa “otra cosa”, a veces bella, a veces horrenda, siempre inquietante, es la gracia del arte.
Un segundo inspirador de esa crítica conservadora, conservadora porque es partidaria de la “naturalidad” de la representación, dice: “En cuanto a la historia del arte, en el principio fue el ojo, no la palabra” (Otto Pächt, 1986).
Nosotros decimos: ¿Qué es el ojo en la historia del arte sino un órgano habitado por la palabra que introduce la proporción y la perspectiva en sus innumerables formas históricas, orientales y occidentales, primitivas, clásicas y posmodernas?
Si por el ojo fuera, el halcón sería el mayor de los artistas.
Y también decimos: la misión del artista no es mostrar lo que hay sino hacer visible lo que no hay (dejemos que Paul Klee nos instruya). Inventar y conquistar otros mundos para la experiencia humana. Percibir y mostrar lo que nadie vio.
El ingrediente expresionista es lo que puede, lo que debe ¾lo que uno busca¾ ver aparecer en una obra de arte; lo que la constituye como tal: la elección del tema, el encuadre, la composición poética, musical, plástica, fotográfica. La desfiguración y la distorsión impuestas a la percepción. La arti-ficialidad.
El expresionismo es el núcleo de la obra, el testigo de la acción del artista, de su peculiar manera de transmitir un mundo meta-físico, más allá de lo visible. No mostrar cómo se ven las uvas sino pintar el velo que las oculta a la mirada de los pájaros. El velo que hace soñar a los hombres. No las cosas que se ven sino las ocultas relaciones entre las cosas.
O la no relación: entre la mujer y el hombre; entre la visión y la mirada; entre el deseo y la fantasía; entre la palabra y la cosa; entre el sueño y la realidad; entre la tierra que da el barro y el cielo donde mora la luz. Cuando los ojos ven lo mismo o casi lo mismo, la mirada del artista capta y plasma una diferencia.
Fieles a San Juan decimos: “En el principio fue el verbo”… y lo corregimos por vocación de infidelidad: “En el principio fue el goce… inconcebible sin el verbo”.
¿Quién ha visto un gato fascinado por el espectáculo de una puesta de sol o por el cuadro o la fotografía que la representa? Y no es porque los felinos tengan “ojos para no ver” según esa maldita y benemérita prerrogativa de los humanos. Gozar de lo que el ojo contempla, así en la tierra como en el cielo, así en la naturaleza como en el arte, es el privilegio del ser que habla.
La percepción humana, impregnada por el lenguaje, desnaturaliza, contranaturaliza.
¿Cómo no ver la relación entre los cuerpos mortificados de las esculturas de Javier Marín y las fotografías de los campos de concentración o las noticias cotidianas de nuestro México?
¿Cómo ocultar la historia, la trágica historia de nuestro siglo que subyace a modo de alusión En blanco, esa célebre cascada de cuerpos de resina que Javier Marín instaló en una iglesia de Lituania?
La palabra “cirujano” deriva del griego keiros que pasa al latín como manus, mano. Marín es un cirujano y cumple como tal ese doble oficio manual, corta, separa, quita, y luego sutura, recompone, cura y deja costuras en el sitio por el que intervino. Por ser artista y no médico se despreocupa de disimular las huellas de la operación. Tiene el singular cuidado de la desprolijidad. Cirugía, sí, pero no plástica.
No la prosopoplastia embellecedora que idealiza el rostro ni la prosopagnosia adormecedora que lo ignora y lo hace anónimo. En su lugar, la prosopoclastia devastadora que arroja cáusticos fluidos sobre su presunta compostura. Prosopon es el rostro.
Por eso los cuerpos de Marín no son figuras. Ellos hablan, cuentan lo que les pasó, lo que les hicieron. No son objetos, son testigos y delatores.
Es lo siniestro, lo monstruoso: la encarnación de la fotografía que aparece cada día en los periódicos, incluso a pesar de la contención que se recomienda y que a menudo llega a ser censura. La prohibición de la representación, pero no en el sentido mosaico: poner frenos a lo que se ve (lo que se deja que el público vea) es “lo que debe ser” en la perspectiva del poder.
Uno querría que las cascadas de cuerpos de las obras de Marín no fuesen ni un comentario del holocausto ni el fiel reflejo de las masacres cotidianas en nuestro país. Que no fuesen sino meras invenciones de una mente afiebrada.
No la historia, la noticia, la amenaza, la masacre, el desastre.
Lo ominoso del mundo como voluntad y representación.
¿Es eso lo que Javier Marín ha “querido” representar? No lo sabemos y hasta nos parece dudoso. Que el posible exceso interpretante quede en la cuenta del crítico, del espectador.
¿Un escultor expresionista?
No se pintan ni esculpen los cuerpos… sino la relación entre esos cuerpos y los nuestros. El espanto llama al expresionismo: somos los descuartizados testigos de la violencia. Las esculturas son traducciones de una realidad atroz que busca refugio en la belleza.
Revisando la historia del arte de la escultura uno puede sorprenderse. ¡Cuánto hay de expresionista, en ese sentido general del “componente subjetivo”, en las esculturas helenas desde la cicládica en adelante pero qué pocos son los escultores, qué pocas las obras, que pueden adscribirse a un movimiento “expresionista” como el que “nació” a fines del siglo XIX!
¡Qué diferencia con la literatura, la pintura, la música y el cine donde los nombres y las obras “expresionistas” de esas décadas brotan en la memoria y acabamos inundados por torrentes de ejemplos y referencias!
Hay que insistir en aclarar lo que se entiende (o entendemos) por “expresionismo”. La epifanía de lo subjetivo en el arte, la superación del naturalismo “objetivo”. Ese expresionismo que no es una novedad del siglo XX teutón sino una constante cuya presencia se puede mostrar en todas las épocas y culturas, desde Lascaux y Altamira hasta hoy… y seguro que mañana también.
Habría que mostrar ejemplos, aun si la técnica para hacerlo me es ignota. Habría que reproducir de Tilman Riemenschneider el San Jerónimo con el León, 1490-1495 que se deja admirar en el Cleveland Museum of Art. O la Magdalena en terracota que salió de las manos de Niccolò dell’Arca en 1464. y está allí, en Santa Maria de la Vita. O la otra, la de Donatello, en madera (1453-1455) María Magdalena, en el Museo dell’Opera del Duomo, Florencia.
¿Qué más antes, antes de Javier Marín, qué era la escultura expresionista?
El expresionismo se revela en el impulso fantástico que ha llevado a la invención de todas las cosmogonías, sistemas religiosos y filosóficos, al cálculo de los fenómenos naturales, a la inscripción de las marcas del deseo en la tierra, a la voraz pasión por todo lo siniestro y antinatural que es la “expresión” más clara de esa naturaleza violentadora de la naturaleza que es la naturaleza humana.
El expresionismo es ver (exhibir) la acción disolvente de la muerte en la vida, la subsistencia de la vida en lo muerto, advertir la continuidad de la vidamuerte, impugnar esa cómoda oposición entre manifestaciones continuas y contiguas.
El expresionismo fue siempre y es también hoy el incalculable matrimonio de la realidad y la imaginación en la (de)mostración del mundo en que vivimos: esa variable mezcla de Paraíso, Purgatorio e Infierno que se llama Historia y se redacta pegoteando memorias y documentos.
Es la lucha de dos fuerzas portentosas: Eros y Tanatos con sus expresiones estéticas: erotismo y tanatismo. Apolíneo y dionisíaco. Siempre fusionados en proporciones variables: erotanatismo… a reconocer en cada manifestación artística.
Construcción y destrucción. Desconstrucción de los modos establecidos de ver y pensar.
Si nos proponemos ser estrictos, sin embargo, por afán taxonómico y periodizador, admitiendo lo elástico de esa estrictez, cabe limitar el expresionismo a una escuela del arte occidental que comienza, quizás, dicen, con las pinturas de Munch… o con una anciana esculpida por Rodin en 1884. Y consideran como “precursoras” a ciertas esculturas de Miguel Ángel o pinturas de Grünewald, Chardin y Goya.
No es casual la coincidencia histórica y geográfica entre el movimiento expresionista y los orígenes del psicoanálisis, el descubrimiento del inconsciente en los años heroicos de Freud que van de 1893 a 1910.
Dentro de la relatividad de los juicios sobre la historia del arte y sus escuelas y por esfuerzo de síntesis hay que destacar como “específicos” del expresionismo el privilegio dado a la subjetividad, el rechazo del naturalismo y la ornamentación, la descarga pulsional no sólo en la forma sino en el gesto de la acción del artista, la libertad para el ejercicio de la violencia en el color y en la descomposición material y formal de los objetos.
Y el abandono de la tonalidad en la música.
El expresionismo es análisis hasta los más ínfimos elementos, siembra de la semilla de la desconfianza en cualquier realidad que se pretenda una y única. Demostración de lo otro escondido tras la máscara de las apariencias. Denuncia de lo unheimlich que se manifiesta en lo familiar.
Es menester del crítico deslindar el componente expresionista en todos los movimientos de las vanguardias estéticas del siglo XX. Sin excepción.
¿El expresionismo? La disonancia, la acentuación de los contrastes, la distorsión y el desafío a las convenciones, al pudor, al “buen gusto”, a los sosegados hábitos de la burguesía.
No se equivocaron los capitostes nazifascistas cuando organizaron la exposición del arte degenerada donde todas las formas del expresionismo fueron reunidas bajo una sola (des)calificación, bajo ese único lema, sustantivo y epíteto a la vez: la degeneración.
¿Arte no degenerada? Según ellos, la grecorromana. O, paradójicamente, el realismo socialista. La obediencia a consignas estéticas colectivas; la desconfianza y el desprecio por lo singular, lo anormal, lo anómico.
Si el arte podía justificarse como búsqueda de representaciones placenteras surge con el expresionismo un movimiento de sentido contrario. No solo en los medios está presente la pro-vocación: es también la meta, el fin buscado por el artista. Aun cuando pretenda negarlo, especialmente si pretende negarlo.
En la obra de Javier Marín constatamos ese énfasis que destaca el gesto del artista en detrimento de la presunta naturalidad de la representación. El contenido no es independiente: está en la forma y en la composición. En las inestables composiciones desequilibradas que pueden terminar “De cabeza” o sostenidas por complicadas armazones de madera, alambre y fierro.
Un limón a medio pelar en una naturaleza muerta holandesa es tan expresionista como el rostro de un Cristo agonizante en la cruz. O el derrame incontinente de pintura sobre un lienzo tirado en el suelo por Jackson Pollock en eso que con plena fortuna se llama “expresionismo abstracto”.
Sin embargo, hay que destacar la agenda oculta: la presencia de la muerte como trasfondo en toda manifestación artística: la representación ¾al igual que la palabra¾ es la muerte de la cosa; una sustitución, un ersatz de lo viviente.
Viendo la obra de Marín nos colocamos junto a Paz (Octavio): “¿Una estética que renuncia a la reflexión, un arte acéfalo? Más bien una estética inclinada sobre los horrores y las maravillas de la sucesión, un arte fascinado por la renovada aparición del signo de la muerte en toda forma viviente”. Ya le dimos un nombre: erotanatismo.
Escasos son los antecedentes del expresionismo en escultura, empezando por no todo Rodin (su Balzac, sí, y los burgueses de Calais, también las puertas del infierno; puede que no mucho más). En esas puertas dantescas encontramos a la vez, y no solo por el título, la presencia que todas las artes manifiestan y niegan: la de la muerte.
En efecto, vemos, leemos en las puertas del infierno una “expresión” (una frase a modo de título) que es al mismo tiempo primera y cimera: Celle qui fût la Belle Heaulmière. “La que fue… la que fue bella… la que fue la bella mujer… la que fue la bella mujer del hacedor de yelmos”. Las bellas de hoy sabrán leer, tallado en bronce, lo que ya saben, la anticipación del futuro: el de ellas y el de todas las bellas.
¿Quién es “la bella yelmera”? Una creación poética del siglo XV, una oda de siniestra belleza salida del genio de François Villon, tomada como modelo más de 400 años después por Rodin que sigue plásticamente, “al pie de la letra”, las palabras del poeta.
Rodin, el primero, aunque, como ya vimos, no sin antecedentes. Luego sobrevino la explosión del expresionismo: varios escultores alemanes, más por coincidencia cronológica con los pintores que por su obra misma: Barlach, Lehnbruck, Kollwitz (demasiado estilizados, a mi gusto, para llamarse “expresionistas”) algo de Heckel y unas cuantas maderas “primitivas” de Kirchner.
Picasso (¡cuándo no!) y Brancusi, algunas que otra vez. Marino Marini con sus infinitos caballos de fuerza y también las menguadas carnes de Giacometti…
… hasta que llegó Javier Marín y retomó, quizás sin proponérselo, el expresionismo primigenio, espontáneo, de la cerámica mexicana y precortesiana.
*Néstor A. Braunstein, Doctor en medicina, psiquiatra, psicoanalista. Argentino, exiliado en México desde 1974. Profesor de posgrado en la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1975 y del doctorado en Teoría Crítica de Pista 17, Instituto de Estudios Críticos. Pionero de la enseñanza de Lacan en México. Autor de numerosos libros y artículos entre los que destacan: El goce. Un concepto lacaniano, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006 (2a. edición); traducido al francés: La jouissance. Un conceptlacanien, Ramonville, Érès, 2005 (2a. edición), revisada, corregida y aumentada. En portugués: Gozo, Sâo Paulo: Escuta, 2007. En 2008 aparecieron: Depuis Freud, après Lacan, Ramonville, Érès. Memoria y espanto O el recuerdo de infancia, México, Siglo XXI, (traducido al inglés y al francés), La memoria, la inventoray las ediciones en portugués y en español de Cien años de novedad. “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna” de Sigmund Freud, (1908-2008), Río de Janeiro, Contracapa/ México, Siglo XXI., 2012; Traducir en psicoanálisis (México: Paradiso) y el tercer tomo de la trilogía sobre la memoria: La memoria del uno y la memoria del otro. Inconsciente e historia. (México: Siglo XXI, 2012).