16 septiembre, 2021

Rosario Herrera Guido: Padre Páramo

Padre Páramo

Por Rosario Herrera Guido

Si el tema de Malcolm Lowry es el de la expulsión del paraíso

 

el de la novela de Juan Rulfo (Pedro Páramo) es el del regreso.

Por eso el héroe es un muerto: sólo después de morir

podemos volver al edén nativo.

Pero el personaje de Rulfo regresa a un jardín calcinado,

a un paisaje lunar, al verdadero infierno.

El tema del regreso se convierte en el de la condenación;

el viaje a la casa patriarcal de Pedro Páramo

es una nueva versión de la peregrinación del alma en pena.

El simbolismo —¿inconsciente?— del título:

Pedro, fundador, la piedra, el origen,

el padre, guardián y señor del paraíso, ha muerto;

Páramo es su antiguo jardín, un llano seco, sed y sequía,

cuchicheo de sombras y eterna incomunicación.

El Jardín del Señor: el Páramo de Pedro.

Juan Rulfo es el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen

—no una descripción— de nuestro paisaje.

Como en el caso de Lawrence y Lowry,

no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura impresionista

sino que sus intuiciones y obsesiones personales

han encarnado en la piedra, el polvo, el pirú.

Su visión de este mundo es, en realidad, visión de otro mundo.

 

Octavio Paz, Corriente alterna.

I

El 7 de enero de 1986, cuando contra viento y marea trataba de izar las velas de la revista independiente “La Nave de los locos” no. 10, circuló en todos los medios de comunicación que Juan Rulfo había muerto. De inmediato busqué, sin éxito, entre los intelectuales y escritores que conocía, una nota sobre la lamentable partida real, aunque sublime eternidad simbólica, del poeta de los mitos y los murmullos mexicanos. Pero, tras la fallida búsqueda, una mañana de duermevela, me escuché balbucear: “Padre Páramo”. Desde entonces no dejé de buscar textos que apoyaran tal revelación, así como de pensar en voz alta, pergeñar textos sobre un título que engarzaba dos enigmáticos significantes. Lo que entonces logré escribir para publicar en “La nave de los locos”, sólo fue una intuición, para no perder el generoso obsequio del alba.

Hoy vuelvo a ensayar unas líneas en el marco de este 5° Foro Internacional de Especialistas en Lenguas, Humanidades y Ciencias Sociales, de la UACH (2017), y en el horizonte de las múltiples conmemoraciones por el Centenario del Alumbramiento, en los dos sentidos, dar a luz e iluminar, de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, más conocido como Juan Rulfo (Sayula, Jalisco, mayo 16 de1917- Ciudad de México, 7 de enero de 1986), el escritor, guionista y fotógrafo mexicano, autor de tres originales y espléndidas obras “El llano en llamas” (1953), “Pedro Páramo” (1955) y “El gallo de oro” (1980). Obras por cuya originalidad y calidad literaria fueron traducidas a diversos idiomas y le valieron importantes laureles: el Premio Nacional de Letras (1970) y el Príncipe de Asturias de España (1983).

II

Padre Páramo es la gran metáfora del padre yermo, árido, desértico, ausente, lejano, que no sólo alude a la orfandad real de Rulfo, sino al desamparo y la soledad de nuestro pueblo originario y de la humanidad misma, develado por Octavio Paz desde su laberinto. Porque Pedro Páramo es un mito moderno, que permite simbolizar al patriarca que tiene que, por destino inconsciente ancestral con el padre, preñar a todas las hembras, en una fantasía que vive como realidad, porque la ley de la cultura le prohíbe aparearse con la madre.

Juan Rulfo está siendo recordado durante y más allá de 2017, por ser considerado uno de los fundadores del movimiento literario “realismo mágico”, que le merecería en vida o post mortem el Premio Nobel de Literatura, sólo por Pedro Páramo, el relato mítico, la tragedia, según Aristóteles, la versión más autorizada del mito, cual poema escrito en un tiempo verbal que llamamos “futuro perfecto”, “habrá sido”, un tiempo espiral, como el rizoma de Gilles Deleuze, donde en compañía de Freud y de Lacan, la repetición (Nächtraglikeit), domina el regreso de lo mismo, pero con diferencia, pergeñado en un futuro que regresa como pasado, en un decir poético y profético, que habla de lo que siempre está sucediendo, como un poema, donde se devela el palimpsesto del poder, que al tomar prestado un término pictórico, presenta en un instante el eterno retorno de lo similar, de la verosimilitud trágica, que al descarapelar una pintura devela otros escenarios y personajes, pero sobre un mismo tema, variaciones sobre un mismo tema, como en la música: la caída del nombre del padre, la violencia patriarcal, el espectáculo y la ruina del poder, con su esplendor y su irónica indigencia. Porque en la novela “Pedro Páramo”, sólo se vislumbra la historia: la vida rural después de la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera.

Un mito que se ha integrado no sólo a la mitología mexicana sino a la universal, pues Juan Rulfo mismo, a la vez que se ha alimentado del mito lo ha nutrido. Pedro Páramo es la expresión poética transhistórica y perenne de lo que no deja de suceder, cual paradigma de una búsqueda cósmica, que más allá del tiempo logra hacer que la novela Pedro Páramo participe de la inmortalidad, por su excelsa literatura y su eterna actualidad, por la extrema proximidad a la condición humana, que no termina de pasar: orfandad y soledad.

Para acceder a esta lectura es preciso dejar de padecer la mitofobia de Voltaire, con el fin de dignificar el mito que, sin saberlo, nos habla de los deseos más enigmáticos del alma humana. Recordemos que Vico, para lograr escuchar en el mito las formas básicas de la vida humana y dar paso a una “Ciencia Nova”, enseñaba que hay que tener por brújula el pensamiento mítico, que es trágico y poético. Un tiempo que no se realiza en el pasado, el presente o el futuro, sino en “el instante, que es un átomo de eternidad” (Kierkegaard, “L’existence”, Textes Choisis, París, PUF., 1972:152).

Abordar el mito de Pedro Páramo exige aprehenderlo como una protofantasía, que no se realiza en la historia sino en la transhistoria, donde la ficción se funde con la realidad, en un tiempo que no es lineal y, por lo mismo, trae una verdad excelsa consigo: “la verdad tiene estructura de ficción” (Lacan). El antecedente de Rulfo es el destiempo o el contratiempo, que fecunda el Mito de Pedro Páramo, que podemos palpar desde su cuento “Luvina”, donde en el tiempo se enredan las fiebres y todo es pura eternidad. De aquí que a Pedro Páramo no le falte, en sentido clásico, un argumento; por ello se desliza por diversos planos, en un juego de diacronías y sincronías, en plena “asociación libre”, en un tiempo que es un sueño y una pesadilla, como la tragedia, que no se resuelve como la comedia, pues los hombres y las mujeres estamos destinados a la muerte. Nos sorprende el mismo Rulfo al explicarnos cómo se suceden los hechos en su novela: “Yo empiezo primero imaginándome un personaje […] Y entonces lo sigo […] Doy el salto hasta el momento cuando al personaje le sucede algo, cuando se inicia una acción, y a él le toca accionar, recorrer los sucesos de su vida” (Sommers, “Los muertos no tienen tiempo ni espacio (un diálogo con Juan Rulfo)”. Revista Siempre! La cultura en México, (México), núm. 1051 (agosto 1973).

Juan Preciado es un personaje mítico, movido por la promesa a la madre de ir en busca de su origen, viajar a Comala a escavar, como un arqueólogo, a través de un “eterno retorno” en otro mundo, donde las arenas muertas de los relojes indican que todos los habitantes de Comala, hasta el narrador, son muertos que se comunican con los vivos, y los vivos escuchan los murmullos de los muertos, cual reinos que entretejen la urdimbre de la tragedia. Juan Preciado, al filo de la orfandad, pregunta por el origen, el padre, el principio, porque sin él no hay ningún auténtico nacimiento, sino puro mundo materno, tumba o alma en pena,… ¡qué pena! Lo dice Gérard Pommier: “Sólo un padre puede traer al mundo a un hijo” (Pommier, Lógica de la psicosis, Buenos Aires, Paradiso, 1985). No propiamente parirlo, sino sujetarlo a la ley que él representa simbólicamente, para hacerlo venir al mundo de la cultura. Por ello, desde que Damiana invita a Juan Preciado a dormir en su casa, Rulfo nos hace saber que el hijo de Pedro está muerto: “—¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media Luna? […] iré con usted. Aquí no me han dejado en paz los gritos. ¿No oyó lo que estaba pasando? Como que estaban asesinando a alguien […] —Tal vez sea algún eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Toribio Aldrete hace mucho tiempo. Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara; para que su cuerpo no encontrara reposo. No sé cómo has podido entrar, cuando no existe llave para abrir esta puerta. —Fue Eduviges quién abrió. Me dijo que era el único cuarto que tenía disponible […] Pobre Eduviges. Debe andar penando todavía” (Rulfo, Pedro Páramo, México, FCE, 1979:25).

Octavio Paz pone entre interrogantes que el título de la novela sea inconsciente (Paz, Corriente alterna, México, Siglo XXI, 2009), aunque lo interpreta en una forma muy próxima a la que se realiza en el encuentro del deseo inconsciente en la experiencia psicoanalítica: la escucha de lo que se escribe de significante, no más allá ni más acá, allende o aquende, sino al pie de la letra: Pedro como fundamento, piedra, origen y padre,… y Páramo como “llano seco, sed y sequía, cuchicheo de sombras y eterna incomunicación”.

Pedro Páramo, el nombre del padre, el nombre patronímico, en cuyo nombre se autoriza a existir todo ser humano, es sin embargo, un “Padre Páramo”, padre yermo, ignoto, dudoso, en falta, alejado y lejano, que deja a Juan clamando en el desierto por su preciado nombre. Pero el hijo ¡tan preciado! está muerto en la madre. Ahí donde el mito sólo habla de un padre ausente, está el padre muerto. Tal vez por ello la descendencia de Pedro Páramo, el patriarca y el cacique, es la orfandad y la soledad mortuoria.

Cómo olvidar que Pedro Páramo sólo reconoce como hijo a Miguel Páramo, porque la madre muere y ya no hay nadie con quien disputárselo: ahora puede ser el espejo del padre. Juan Preciado representa la orfandad cósmica que emprende el viaje hacia la tierra prometida, en la que sólo encuentra un padre árido que “se desmorona como un montón de piedras”, en medio de un apocalipsis en lugar de un edén, en un pueblo fantasma donde hasta las piedras murmuran y los pasos se pisan, cual si las sombras de otro mundo persiguieran a las de éste, y la verdad mostrara que “lo irreal es lo más real” (Gaston Bachelard).

“Todos somos hijos de Pedro Páramo”, … como dice Abundio, desde el principio. Un padre dudoso o ausente que ahoga sus penas en alcohol,… o un padre muerto desde siempre, como todos los dioses, a los que se rinde culto, porque al prohibir a la madre lo tenemos que matar, … pero al matarlo, la culpa ya no nos permite acceder a la madre, sino fundar la ley que impide violentar lo sagrado, fundamento del culto y la cultura, que prohíbe el incesto y el parricidio, y por extensión el asesinato y el canibalismo.

Huérfanos, herederos de un mito que al narrarlo nos permite entrar en el mundo simbólico, y preguntar por nuestro origen, para superar “la cultura del silencio” (Paulo Freire). Pedro Páramo toca los ejes esenciales del ser, que por el sendero anda y desanda Rulfo, tras ese padre polvoriento, cual desierto interior. Pedro Páramo, continuidad y discontinuidad del ser, es el mito de la orfandad que busca el principio, cargado de muertos, para traspasar la muerte y preguntar a los muertos por el padre extinto o inquirir al padre por la muerte. Rulfo, tras el padre muerto, evoca el “ser para la muerte” (Martin Heidegger), y el mundo de Albert Camus. para quien sólo la muerte es el absoluto real.

Poesía y mito de la orfandad evoca el nacimiento de Huitzilopochtli, el hijo preferido de la Coatlicue de Coatepec, que queda encinta cuando barría, con sólo guardar una pluma en su seno, y al que los Cuatrocientos Surianos y su hermana Coyolxauhqui tramaron asesinar por deshonrarlos con semejante perversión. Huitzilopochtli era venerado por los mexicas, pues nunca se supo quien era su padre (Códice Florentino, versión de León-Portilla). Desde entonces la ausencia del padre está en la raíz de nuestro mito: hijo preciado y madre dolorida como Dolores Páramo, que evoca a María, la Dolorosa, que también tuvo un hijo sin padre.

La madre le pide a Juan Preciado que se cobre caro el abandono en que los tuvo su padre, Pedro Páramo. Y Juan lleva el retrato de su madre en el corazón, y la sangre hirviendo contra el Padre, pues las palabras de la madre, portan la versión del padre y la aversión del padre, por eso son las únicas que valen. El padre está muerto desde siempre: “Me mandaste a un pueblo solitario a buscar a alguien que no existe”. Por eso la madre puede decirle: “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti”. Entonces Juan Preciado busca al padre para (re)matarlo: constatar su ausencia o asegurarse de su muerte.

Padre Páramo es el poema de la orfandad que deviene soledad e identidad, porque para que existan los otros es preciso diferenciarse de la madre, encontrar el principio, reconocer el nombre del padre: el padre muerto. Y aunque Juan Preciado pensó no cumplir su promesa, el deseo de la madre lo determina: “Ahora —dice— yo vengo en su lugar, traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”. Juan y Dolores son Uno, sin diferencia, porque el nombre del padre es desalojado.

“Todos somos hijos de Pedro Páramo”, el semental que preña a todas las mujeres; somos almas en pena que nos bañamos en los pantanos de la culpa (el incesto y el parricidio). Recordemos, a propósito de la vida incestuosa que viven dos hermanos, a los que no quiso perdonar el obispo que pasó por esas tierras, con los que pasa la noche Juan Preciado: “Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros…” Así devela Rulfo el ser mexicano y universal: ser de la culpa.

Si los personajes vienen de otros mundos (Miguel Ángel Asturias), es porque la transhistoria los habita, y a través de ellos sabemos de los deseos de todos los otros que nos preceden desde siempre, porque son seres especulares, que desde el otro lado del espejo (re)actualizan este mundo (Lewis Carroll). De entre las ruinas de Comala salen los seres de todos los tiempos, que murmuran el enigma del origen.

La salida en falso de este conflicto con el padre ausente o irresponsable, que debe pagar caro, … es el traslado de lo imaginario al plano de la política. Cuando Pedro Páramo, al negociar con los alzados de la Revolución Mexicana, les pregunta por la causa, y ellos responden que están hartos de los caciques (como Pedro Páramo) y del Gobierno, pero que a éste se lo van a decir a balazos; porque no hay palabras para decirle a papá-gobierno el odio del pueblo por la desgracia en que lo tiene. La paternal imagen de Pedro Zamora es la oposición del padre ausente; el líder como padre protector, que se desvela contándolos, los reconoce en la oscuridad y lo siguen como ciegos. “Rulfo —dice Juan José Arreola— es vocación de amor y crueldad”. El nombre del padre, Padre Páramo (padre simbólico), se deforma con la versión de la madre, el culpable de la desgracias de la madre y del hijo, el padre fantasmagórico, el padre imaginario (Lacan, Le séminaire. Livre VII. Le étique de la psychoanalyse, 1959-60. París, Seuil, 1986:308), que aunque salvífico origen de nuestro ser, al final de la novela el padre real se desmorona como si fuera un montón de piedras (Lacan, Le séminaire. Livre XVII. L’enverse de la psychoanalyse, 1969-70. París, Seuil, 1991:147-148).

III

Felipe Garrido, el prologuista de Pedro Páramo, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1979, narra que en 1970, al recibir el Premio Nacional de Literatura, Rulfo confesó con extrema humildad, que alguien dijo que el hombre era una pura nada, tal cual se sentía en ese momento, para que los demás no le guardaran ningún rencor por semejante reconocimiento (Garrido, “Prólogo”, Pedro Páramo, México, FCE, 1979:VII). Tras el cúmulo de distinciones y estudios, Rulfo acumuló tantos honores como reproches por su silencio. Pues era más proclive al silencio que al bullicio, “incluso cuando escribe podría decirse que Rulfo calla; pues el acento de sus textos está más en lo que no dice que en lo que dice, como suele suceder con los textos de gran calado. Porque para Rulfo, en lugar de fama, reflectores y puestos, siempre fue más importante escribir para aproximarse a la condición humana, que sólo la buena narrativa poética revela por instantes. Tal vez por ello ese eterno retorno de sus temas y personajes, que como un mito o un poema hablan de lo que siempre está sucediendo.

La terrible fuerza con que Rulfo arraiga a sus personajes en el tiempo y el espacio, trasciende la realidad histórica (la Revolución y la Guerra Cristera), para ahondar su pensamiento y su imaginación en una pregunta originaria, originante y universal: la pregunta por el Padre. Un tema que le permite acercarse a la angustia humana, a su condición primigenia, a su origen ignoto. Una gran obra que devela la farsa de los valores absurdos: el hipócrita pietismo del gobierno por los pobres, la necesidad de Dios en las guerras, la fe de la crueldad y la crueldad de la fe, la Revolución fallida traicionada por los usurpadores del poder, el desencuentro de la ley y la justicia, el misterio del amor filial y la pasión amorosa. Así susurra Rulfo el amor imposible y lo imposible del amor: “Pedro Páramo miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de los caballos oscuros, confundidos con la noche […] quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro. Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa de dormir apenas un rato […] Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan, ‘Una mujer que no era de este mundo’ (Rulfo, Pedro Páramo, México, FCE, 1979:85).

Pedro Páramo viene del mito más antiguo y universal: la búsqueda del padre, la expulsión del paraíso, el pecado original, la caída, el asesinato, la falta contra lo sagrado, el charco de sangre, la trasgresión de lo sagrado, y sus consecuentes cultos y rituales: la cultura. Porque —como dice Eugenio Trías— no hay cultura sin culto. Padre páramo es un mito moderno mexicano, protohistórico y transhistórico, que actualiza el cimiento de la descendencia, el culto y la cultura, de cuya dimensión ética se despliega el universo estético, ya que sin falta moral no hay arte ni literatura, pues todo se reduciría a un falso juego de l’art pour el art (Trías, Lógica del límite, Barcelona, Destino, 1991:367-397).

La obra de Rulfo se edifica entre dos extremos: el encuentro entre lo regional y lo universal, lo singular y lo universal; esto es lo que la eleva a la categoría de una gran obra de arte, a una gran novela moderna. Como puebla Octavio Paz la soledad de su laberinto, lo singular debe tocarse con lo universal, en buen lenguaje hegeliano: “El destino de cada hombre ya no es diverso al del Hombre. Por lo tanto, toda tentativa por resolver nuestros conflictos desde la realidad mexicana deberá poseer validez universal o estará condenada de antemano a la esterilidad” (Paz, “El laberinto de la soledad”. El peregrino en su patria. Historia y política de México. Obras Completas. México, FCE, 2004:162).

En el corazón de la trama de Rulfo está la muerte, la muerte violenta. En sus cuentos y en su novela Pedro Páramo, con frecuencia hay uno o varios charcos de sangre, como en la alegoría bíblica del primer crimen, cuando Caín asesina a Abel. Pedro Páramo es una serie de asesinatos y despojos, que empoderan al cacique. Allí también la culpa de sus personajes, hasta de las ánimas en pena, que vuelven a pagar sus culpas. La violencia, la muerte y la culpa, propios de la condición humana. Y el pasado, que Aristóteles llama en la Poética destino (Moira), se actualiza para narrar lo que siempre está sucediendo. Como le comparte Rulfo a Joseph Sommers: “Se trata de una novela en la que el personaje central es el pueblo […] un pueblo muerto donde no viven más que ánimas […] y aún quien narra está muerto. Entonces no hay límite entre el espacio y el tiempo […] así como aparecen desaparecen […] los únicos que regresan a la tierra […] son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos” (Sommers, “Los muertos no tienen tiempo ni espacio (un diálogo con Juan Rulfo)”. Revista Siempre! La cultura en México, (México), núm. 1051 (agosto 1973).

Pedro Páramo de Rulfo es una obra maestra, nutrida de mitos milenarios y de tradiciones rurales, que presenta a un hijo narrando la búsqueda de su padre; la historia de un amor desesperanzado que, por lo mismo, espera toda la vida (como dice Walter Benjamin, “¿para quién es la esperanza si no para los desesperanzados”); la violencia y la ambición patriarcal de un hombre que intenta darle sentido a su vida; los conflictos de la culpa; la pasión de una mujer deslumbrada que va más allá de la muerte; un bosquejo de la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera; y un manojo de historias de los nativos de La Media Luna y Comala. Así resume Felipe Garrido su interpretación de Pedro Páramo: “En su conjunto, la obra de Rulfo es la visión de una realidad mexicana, trágica, lírica, subjetiva y parcial: la visión de lo que es el hombre, en esta tierra o en cualquier otra, ahora y siempre. Y en esta visión hay zonas luminosas; no sólo un canto de angustia, desdicha y violencia; es también un canto al amor más poderoso que la muerte. Sobre todo, es un canto a la tenaz lucha de los oprimidos, una lucha que por sí misma, en su redoblada insistencia, constituye un cántico de sorda esperanza” (Garrido, “Prólogo”, Pedro Paramo, México, FCE, 1979:XVII).

IV

La novela mexicana —según Carlos Fuentes— es un capítulo de la literatura castellana, de la que somos parte nosotros y los otros, cuyas fuentes desbordantes son el mito indígena, la epopeya de la conquista y las utopías del Renacimiento. Una terra nostra que nos gesta, alimenta y retroalimenta a través de Rubén Darío, Pablo Neruda, César Vallejo y Gabriela Mistral, que le dieron palabras renovadas a la tribu hispanoamericana. Una contraconquista literaria que va de la identidad nacional de la novela de la revolución mexicana, Los de debajo de Mariano Azuela hasta Al filo del agua de Agustín Yáñez, para develarnos críticamente a nosotros mismos. Lo destaca Fuentes: “Juan Rulfo asume toda esta tradición, la desnuda, despoja al cacto de espinas y nos las clava como un rosario en el pecho, toma la cruz más alta de la montaña y nos revela que es un árbol muerto de cuyas ramas cuelgan, sin embargo, los frutos, sombríos y dorados, de la palabra” (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:126).

Juan Rulfo, con Pedro Páramo se consagra como un novelista que sacraliza y concluye todos los géneros de la literatura mexicana, la novela campirana y la de la revolución, inaugurando una modernidad narrativa. Donde acaece el encuentro del tiempo y el espacio. Lo devela Fuentes: “Para Juan Rulfo, la cronotopía americana, el encuentro del tiempo y el espacio, no es río ni selva ni ciudad ni espejo, sino una tumba. Y allí, desde la muerte, Juan Rulfo activa, regenera y hace contemporáneas las categorías de nuestra fundación americana: la epopeya y el mito” (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:127).

Una novela, Pedro Páramo, que se presenta cual paradigma del mito: la búsqueda del padre. Juan Preciado, hijo de Pedro Páramo, es enviado por su madre a Comala a buscar a su padre para reclamarle el olvido en que los tuvo y cobrárselo caro. Abundio, que también confiesa ser hijo de Pedro Páramo lo conduce, como Virgilio a Dante, por una corriente de polvo, hasta las entrañas del infierno. Todos somos hijos de Pedro Páramo, este es el edicto trágico, mientras todas las mujeres, con su molote en brazos, dicen ser su madre: Doloritas, Eduviges, Damiana y Dorotea la cuarraca.

Como interpreta Fuentes: “Son ellas quienes introducen a Juan Preciado en el pasado de Pedro Páramo: un pasado contiguo, adyacente, como el imaginado por Coleridge: no atrás, sino al lado, detrás de esa puerta, al abrir la ventana. Así, al lado de Juan reunido con Eduviges en un cuartucho de Comala está el niño Pedro Páramo en el excusado, recordando a una tal Susana. No sabemos que está muerto; podemos suponer que sueña de niño a la mujer que amará de grande […] Eduviges le revela que iba a ser su madre y oye el caballo de otro hijo de Pedro Páramo, Miguel, que se acerca a contarnos su propia muerte. Pero al lado de esta historia, de esta muerte, está presente otra: la muerte del padre de Pedro Páramo. Eduviges le ha preguntado a Juan en la página 27: —¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? […] —No, doña Eduviges. —Más te vale [contesta la vieja] […] Cuando el tiempo de unas palabras —más te vale hijo, más te vale— retorna nueve páginas después de ser pronunciadas […] esas palabras no están separadas por el tiempo, sino que son instantáneas […] cuanto ha ocurrido ha ocurrido simultáneamente. Es decir: ha ocurrido en el eterno presente del mito” (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:12-129).

Pedro Páramo va de la historia al mito. Una histerieta que le cuentan a Juan sus madres (jamás la historia, sino el relato imaginario de cada una), es una historia política y lineal: Pedro Páramo es el mono cretino de Tótem y tabú de Freud, que se aparea con todas las hembras, y les prohíbe a sus hijos gozar de sus madres. Pedro Páramo es el cacique, tirano, semental, patriarca, que alimenta su grandeza a través del miedo en lugar del amor. Como el conquistador Cortés o el príncipe Maquiavelo, une a los enemigos débiles de su adversario poderoso, para destruirlos a todos y quedarse con todo para siempre. Pero descuida la fortuna, su pasión por Susana San Juan, con la que soñó de niño, y que lo demuele. Lo vislumbra Fuentes: “Si al final de la novela Pedro Páramo se desmorona como si fuera un montón de piedras, es porque la fisura de su alma fue abierta por el sueño infantil de Susana: a través del sueño, Pedro fue arrancado de su historia política, maquiavélica, patrimonial, desde antes de vivirla […] ingresó desde niño al mito, a la simultaneidad de tiempos que rige el mundo de la novela […] Lévi-Strauss indica que en cada mito se refleja no sólo su propia poética […] sino que también todas las variantes no dichas, de las cuales esta particular versión es sólo una variante más […] El mismo mito —Edipo, pongo el caso— puede ser contado por anónimamente, o por Sócrates, Shakespeare, Racine, Hölderlin, Freud, Cocteau, Pasolini, y mil sueños y cuentos de hadas. Las variaciones reflejan el poder del mito” (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:130-132).

El mito habla de lo no dicho por una sociedad. El mito permite conocer las voces de los primeros hombres: familia, dioses, héroes, leyes, sacrilegios a lo sagrado, rituales, culto, amor, odio, vida y muerte. Los hombres narran la partida de casa, para ir de caza, tras la presa imposible, pero en compañía de los dioses. Va del mito a la épica, del mito a la historia, del mito a la poesía, del mito a la tragedia; un sendero donde descubre su falta moral, su falla heroica, para ser héroe trágico. Y regresa a la polis a narrar su tragedia, para que el coro se una al dolor del héroe caído a través de la catarsis, para restablecer los ideales de la comunidad. Una espiral que va del mito a la epopeya para consumarse en tragedia. Un tiempo espiral que retorna, pero que el cristianismo y la secularidad moderna excluyen, porque creen en la ciudad de Dios, la redención en la eternidad y la utopía. Lo subraya Fuentes, cuando nos recuerda que la novela occidental no regresa a la tragedia, se apoya en la epopeya anterior y añora con nostalgia el mito: “Pedro Páramo no es una excepción a esta regla: la confirma con brillo incomparable, cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje” (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:133). Por ello, como advierte Fuentes, el drama de la novela es la negación del mito, que niega el lenguaje. De aquí que los murmullos devengan un vasto silencio, desgarrado por voces incomprensibles: el mugido del ganado. La etimología del mito: mu, mudo, murmullo, mística, misterio, muerte, madre, México (según Erich Kahler, citado por Fuentes). Por ello, el nombre original de la novela Pedro Páramo era Los murmullos, en la que Juan preciado viola el silencio de los muertos, con su boca llena de polvo. En palabras de Fuentes: “Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte […] y Juan Preciado, al violar radicalmente las normas de su propia presentación narrativa para ingresar al mundo de los muertos de Comala, dice: —me mataron los murmullos” (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:134-135). Pedro Páramo es una novela en la que Juan Preciado, derrotado por los murmullos, es arrancado de su carácter épico para convertirse en un héroe mítico y hablar en tercera persona, a través de un nosotros: un mythos.

Me extraña que Carlos Fuentes prefiera recurrir al pensamiento de Michel Foucault, a una fuente secundaria de Freud y Lacan, para interpretar, ¿muy a su pesar?, desde el discurso psicoanalítico, la novela de Pedro Páramo: “Michel Foucault ha escrito que el padre es el elemento fundamental de la simbolización en la vida de cada individuo. Y su función —la más poderosa de todas las funciones— es pronunciar la ley y unir la ley al lenguaje […] se invoca ‘en el nombre del padre’ [para] separarnos de nuestra madre para que el incesto no ocurra […] Nombrar y existir, para el padre, son la misma cosa […] cuando Pedro le dice a Fulgor: ‘La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros’. La aplicación de esta ley exige la negación de los demás: los de más, los que sobran, los que no son, Pedro Páramo: ‘Esa gente no existe’ […] —el Padre, el Señor— existe sólo en la medida en que ellos le temen, y al temerlo, lo reconocen, lo odian, pero lo necesitan para tener un nombre, una ley y una voz” (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:137).

Comala está muerta, desde que el Padre decidió cruzarse de brazos y dejar que el pueblo se muriera de hambre, porque convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan. Porque en realidad Pedro Páramo no pudo poseer a la mujer que amó, pues no pudo transformarla en objeto de su propia esfera verbal. Pedro Páramo condena a muerte a Comala: la condena al silencio, al origen, antes del lenguaje, a la vida que es hija de la muerte, y al lenguaje que surge del silencio. Pedro Páramo es la búsqueda del padre muerto, al que asesinó su hijo Abundio, el arriero, para reunirse con la muerte (Fuentes, La gran novela latinoamericana, México, Alfaguara, 2011:138).

La madre real, ontológica, origen y matriz, regreso mítico al útero, retorno a la tierra de la muerte, representada por todas las madres sustitutas, fecundadas por el padre mítico: Doloritas, Eduviges, Damiana, Dorotea. Todas conducen a Juan Preciado al Padre, el patriarca maldito, Pedro Páramo, que sentado en su equipal espera la muerte de su descendencia y la suya propia: Padre Páramo, el fundador del Nuevo Mundo, el violador de las mujeres y padre de todos los hijos de la chingada.

 

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