PRESENTACIÓN
Oiremos la música de las esferas cuando hayamos
acumulado bastantes metáforas, las más diversas,
es decir, cuando la imaginación sea restablecida
en su papel viviente como guía de la vida humana.
Gaston Bachelard.
¿Quién podría negar que la poesía es también el sonido terrenal de esa música de las esferas, hermosa metáfora creada por Pitágoras para identificar algo que a pesar de estar más allá de los sentidos se puede percibir con el oído de la libertaria imaginación, y con mayor razón cuando esa música de esferas nos presenta la incesante, inagotable, insoportable e incomprensible tragicomedia de este mundo?
El libro Donde muere el verano, de las editoriales Silla Vacía y Letra Franca, publicado en este año en una fina y bien cuidada edición, contiene los poemarios El retorno de Antígona, de la poetisa Rosario Herrera Guido; Vuelo de cisne sobre el este, del poeta Leopoldo González y Poemas para poemar, del poeta lamentablemente ya finado, Marco Antonio Herrera Guido.
En ellos, se nos ofrece una musicalidad de palabras e imágenes que, a pesar de sus aparentes diferencias, juntas acaban siendo un tejido que entrelaza y conjunta, historia y deseos humanos, gracias a que, por suerte, en la poesía no existe el imperio de ninguna linealidad o lógica absoluta: van y vienen en las metáforas de esas grandes tribulaciones de la vida humana donde ocurre lo impensable, como son la tragedia, la guerra y el amor.
“Todo poema es esencialmente una aspiración a imágenes nuevas”, nos había dicho G. Bachelard en El aíre y los sueños, y los poemas de este libro son así, y aunque bordean temas bastantes conocidos por todas y todos, las palabras con las que los aprenden no poseen la trivialidad del lugar común porque no buscan el reposo o la repetición de lo que ya en otros lados se haya dicho; ellas ofrecen un movimiento intenso que les permite recrearse para enriquecer, en cada imagen, la carga metafórica de su enunciación, pues, como ha escrito el poeta uruguayo Eduardo Milán, “detrás de la apariencia del mundo hay un desorden asumido, un contraorden, una contravida. Darla, o por lo menos aludirla, supone, por supuesto, una aventura no solo lírica, sino también intelectual”. Y aquí, la contraorden de la escritura poética es algo que se asume como contravida, en el sentido lírico de su ilimitada extensión.
Permítanme aquí, ofrecer algunos comentarios sobre ellos.
1.- El Retorno de Antígona
Como ya nos tienen acostumbrados, los versos de Rosario Herrera Guido se levantan solos y enérgicos, no requieren vestirse de estilos para mostrarse intensamente reflexivos, incisivos, necesarios, hermosos y contundentes. En ese tenor, su poemario El retorno de Antígona nos presenta la imagen del personaje trágico, que nunca ha estado lejana de nuestro imaginario y mucho menos ha dejado de representarse en las luchas actuales que las mujeres realizan, desobedeciendo a las culturas de muertes insepultas, proclamadas por leyes tiránicas de los Creontes actuales.
¡Hay de tu excedido valor! /tus lamentos llegan hasta nuestros días cual escarmientos de los Lábdaco.
Aquí, entre nosotros, dice la poeta, se encuentra esa pasión insurrecta de Antígona, como “soplo mítico y arcaico” que perdura y se manifiesta, conjuntando la diversidad de temporalidades en una misma acción:
Sublevada doncella/ grave es el estupor ante otra fatídica proclama: Creonte el hermano de tu madre Yocasta usurpa el trono y le niega sepultura a Polinice. ¡Ay, sangre de tu sangre!
Un gran oxímoron logra Rosario con la extensa brevedad de sus versos, al mostrar, de manera absolutamente suficiente, la completud del canto universal y eternizado de la heroína griega en el ayer que es hoy y en el hoy que es ayer, ofreciendo, con su poemario, una poética respuesta a la pregunta que se hace George Steiner en el prefacio de su clásico Antígonas: “¿Por qué las Antígonas son verdaderamente éternelles y siguen tan cercanas a nosotros en nuestro presente?”
Porque…
Hoy como antaño/ el destino de los difuntos insepultos los condena a una doble Bios y Zoé/ la vida y la palabra/ el cuerpo y el espíritu.
Con su acercamiento a la “esfinge de Sófocles”, nuestra amiga poeta nos conduce a una reflexión necesaria sobre el instante en el que Antígona decide su acción de manera “misteriosa”, “sublevada”, “iluminada”, “desenfrenada”, “trágica”, “radiante”, “resplandeciente”, “justa e indómita”, “milenaria”, “imperturbable e impetuosa”; un instante cuya condición de existencia es el estallamiento libertario de la eternidad femenina que porta en sus entrañas, y que, Rosario convierte en versos, cuyas imágenes no solo cantan lo que ha pasado en la lejanía trágica de Tebas, a la vez se convierten en el coro insumiso de nuestro instante actual, donde la protesta y la consigna femenina están permitiendo (como lo hizo Antígona), que el tiempo de la vida no se asfixie y quede paralizado en la tóxica antigüedad de símbolos y significados que no sean humanamente universales, hasta poder entender, como nos dijo María Zambrano en su libro El hombre y lo divino, que “en el juego de cada uno entra en juego todo, los otros y uno: el universo”.
Canta Rosario:
Inmortal Antígona/ tu ensordecedora voz deviene eco:/ la ley de los muertos no es de hoy ni de ayer sino eterna/ nadie sabe dónde ni cómo fue alumbrada. (…) Radiante virgen que asistes la airada partida del vidente Tiresias con sus inclementes profecías para el falso rey/ y amargas palabras a tu disipación que golpean las hieráticas puertas del imperio de la muerte.
En la tragedia, el destino es siempre una profecía de muerte que tarde o temprano se cumple, y ese es su sentido trágico, no tanto las muertes que ocasiona entre consanguíneos sino su carácter de absoluta inevitabilidad. Y todo destino mortal, la historia así lo ha demostrado, está asociado a los tiránicos ejercicios de cualquier falso poder terrenal.
Continúa exclamando Rosario:
Doncella de las nupcias resignadas/ defensora de la ley de la tierra que ordena sepultar a los muertos. Tu causa es la de Áyax quien reclama el derecho al ritual funerario tanto para los agresores como para los héroes de Troya. (…) Nadie como tú, sutil Antígona (…) que compites con Tiresias al señalar que las estériles proclamas de Creonte/ no tienen poder sobre los mortales. Solo son códigos que violan las inalterables leyes no escritas por los dioses.
Como pueden observar, las imágenes poéticas de nuestra autora son un grito de sublevación y de fuga hacía la emoción de quienes aún no han podido pronunciarlas.
Integradas en 44 estrofas, nos comprueban que nadie es ajena o ajeno a los demás y que, aunque con las enseñanzas de la tragedia clásica no nos sea posible cambiar, con un golpe de timón, este estar en el mundo y en la vida -como pudiera desearse-, sí podemos cambiar la percepción de los individuos que se encuentran situados ante el poder enunciativo del lenguaje, para que se atrevan a llegar a la raíz instaurativa de este y vuelvan a poner luz, nombrando e instaurando codificaciones y simbolizaciones más poéticas en la necesidad de imaginar racionalidades diferentes.
Escuchemos una vez más sus versos:
Agónica Antígona/ la intensa luz de tus palabras y las lúgubres anatemas del adivino ciego glorifican tu cuerpo enclaustrado en una inhumana y lejana roca.
Milenaria joven/ en nombre del bien público la miseria del poder elimina el rito funerario no solo para los infectados del Covid/ también para miles de desaparecidos insepultos e inhumados sin nombre. Zombis que deambulan/ carne que nadie honra ni llora en busca de la memoria de sus deudos.
Antígona regresa furiosa, para seguir sin callar y…
… denunciar enlutadas bolsas de basura/ colmadas de carne putrefacta/ condenada al anonimato de la fosa común. Regresas a denunciar muertos sin nombre de la menospreciada y descuidada pandemia.
Retorna para mostrarnos una potencia femenina rebelde e incontenible, una especie de “marea del ser”, diría Octavio Paz, porque su desciframiento es un incesante oleaje de vida ante la fuerza funesta del amo y su Ley de muerte, que ahora arrasa no solo individuos con nombre, sino masas anónimas, como lo declara Rosario en sus versos:
Dama de la aurora/ temprano presagiaste que la muerte no es individual sino colectiva (…) Te rebelas ante sombríos hongos de muerte/ exterminios étnicos que encubren cadáveres sin tumba/ Hiroshima y Nagasaki/ Chernobyl y Acteal/ Atenco y Ayotzinapa.
Después de leer El retorno de Antígona, no requerimos nunca, ni antes ni después, ninguna especie de “censura de la memoria”, esa condición cultural criticada por Paul Ricoeur, al diluirnos en una especie de amnistía del olvido a la que siempre invitan las instituciones –las de ahora como las de la vieja Atenas-, a través de decretos y juramentos que nos ordenan “no recordar los males”; y antes de que las moiras nos deshilen la vida, escuchemos la oportuna y necesaria versificación de nuestra querida poeta Rosario, para que nunca nadie deshonre el universal derecho que brinda igualdad a los muertos.
Sigo tus huellas virtuosa heroína entre el sueño y la vigilia. No estoy dormida ni despierta/ estoy despierta y sigo soñando la sedición contra el amo de la ciudad. Imperturbable Antígona/ despierta a las generaciones presentes y futuras ante el peligro que les aguarda al extinguir las exequias funerarias.
¡Sabia diosa de la luz! El límite que defiendes hasta el final de tu tragedia lo proclama Tiresias:
hay que separar a los vivos de los muertos.
2.- Vuelo de Cisne sobre el Este
Si en la tragedia el destino no es más que el otro nombre de la muerte, en los versos de Vuelo de cisne sobre el este, poemario escrito por Leopoldo González, la guerra es una tragedia sin destino, muerte en todas sus letras, porque su sentido de calamidad se extiende más allá de lo que muere heroicamente en la sobriedad de lo individual.
A diferencia de la tragedia, en la guerra no existe más atmósfera moral que el exterminio como sobrevivencia, pues a nadie interesa instaurar, en ningún campo de batalla, los más sublimes valores universales de la condición humana. La guerra es, simple y llanamente, expresión de su detonamiento absoluto, “devorarse ser a ser, piedra a piedra”, había escrito Miguel Hernández. En ella, nos dice el poeta González:
El idioma del aíre es terca revoltura sin código de nubes ni vuelo de palomas. (…)
En la guerra nada es tan posible como la muerte, porque, -continúa expresando el poeta-:
La totalidad/ cerrada sobre sí misma/ que es el hombre, no es totalidad. /La hebra frágil de absoluto que es el hombre, volverá a ser un día el absoluto que alguna vez fue en la danza liviana de la muerte. Jinete de la hora final/ será su sombra errante/ ovillo de un aíre de paz.
De la misma manera, en el abordaje poético que nos ofrece su poemario sobre la guerra, el pasado no pasa, ahí está. Es la cara del presente que persigue y acosa el sentido funesto de cualquier realidad (como parte de esas históricas macrotragedias de la cultura humana colectiva llamadas “guerras mundiales”) que no puede olvidarse porque en ella siempre hay alguien que busca imponer, a fuego y sangre, su Poder y su Ley.
Y entonces, cuando los misiles de la tragedia cayeron, escribe Leopoldo:
el horror al vacío tocó las puertas de la historia.
Sálvese quien pueda estar muerto, parece ser el canto descarnado de la guerra, porque cuando esta estalla, aún sin ser heridos -nos dice el poeta-, ya sangramos por dentro, y nadie muere más que cuando una oquedad de humo y acero destroza al instante el pulso vital de cualquier futuro.
González exclama:
No hay más realidad en armas de guerra que un corazón que sangra por dentro. /Hoy mismo cerca y lejos de aquí en el este en llamas/ lejos de toda compasión y cordura/ conmueve el suicida entusiasmo que crea la muerte del otro por convicción. Un ánimo furioso consume la energía en la cofradía de los coléricos. Yo no estoy/ ni nunca estuve aquí: el hechizo del mundo suena hueco.
Pero, ¿cómo escribirle a la guerra, si su horror no es fácil de convertir en imagen poética?
Responde nuestro autor:
Este libro fue escrito con esquirlas de guerra/ con bocanadas de humo del frente de batalla/ fue escrito con sangre dispersa de pájaros caídos. Un libro así sin el suave malabarismo de las horas mansas/ es agría cicatriz en la herida del mundo. Puede no ser la liana o el bejuco que dome al potro pendenciero de la noche/ pero es palabra incandescente sobre la palidez vencida de los cuerpos deshechos.
Los versos del poeta Leopoldo, también tocan la melodía susurrante y triste del infortunio bélico de estos días nuestros, en los que vivimos agónicos en la inseguridad, donde se “alarga la llama del odio y el amor cierra las puertas”, como ha escrito Miguel Hernández.
Bajo ese tenor, el canto metálico del grupo musical Sabaton, nos vuelve a recordar la sentencia que propuso el escritor Wels, hace más de cien años: The war to end all Wars. Una guerra para poder finalizar a la guerra, frase muy parecida a la que indica con el absurdo más demente, que estar preparados para la guerra es la mejor manera de mantener la paz. ¡Maldita sea!
Por eso, los versos de Leopoldo nos descubren, sin concesión alguna, que…
No hay rincón seguro en esta hora del mundo ni aire de certeza ni polvo vertical/ solo la tarde entristecida por la vejez del humo. Polvora y llanto derriban las estatuas del ayer/ verdugos y víctimas se funden en la sangre del alba/ no hay paz/ el fusil apunta con su muerte al corazón de los mortales. Es casi un tormento esto de venir huyendo con sangre molida mordiéndonos la espalda.
No hay paz, solo tardes entristecidas por la vejez del humo, escribe el poeta, pues la paz solo se busca con la muerte del vencido y eso no es otra cosa que seguir esperando que los dueños del mundo derramen toda la sangre que necesitan para ampliar sus dominios, y sigan vendiendo el infierno de las guerras declaradas y no declaradas, en el mercado global de la conveniencia política asesina.
La descripción de Leopoldo de esa “ruina”, de ese “ruido de metales”, de esa “locura” salvadora con máscara de “cordialidad” que “descarrila”, “clausura” y “despedaza” civiles, es un enorme eco que ensordece y deja a la “esperanza más incierta que el puente que une al reloj y al minuto”.
Se lamenta el poeta:
La guerra, esa ruina en los gestos del aíre/ ese ruido de metales alevosos en la niebla/ esa locura cruel en uniforme de cordialidad/ hiere la luz de marzo en los cuencos del ojo/ lame la herida del hombre en fauces de humo/ descarrila la fogata de verbos en riel de sombra/ clausura la agonía del ser en un aliento roto/ despedaza con esdrújulos venenos una paz antigua/ como si del cielo cayeran siete infiernos en un puño.
Las guerras son “Sirenas antiaéreas en todo el país. / Es como si estuvieran sacando a todos/ para la ejecución”, escribió hace un año la joven poeta y narradora ucraniana Victoria Amelina, quien el pasado martes 27 de junio del año 2023, fue herida en un restaurante por un ataque de misil ruso, muriendo el sábado 1ro de julio.
Vaya esta breve mención como homenaje para quien creía que “todos los muertos de una guerra, son nuestros muertos”, y que “la ironía” ante estas realidades, “es lo que hace grande a la literatura”, aunque yo también, al igual que el poeta Leopoldo:
Sigo sin comprender la guerra porque me resisto a admitir lo inadmisible/ porque no acepto el horror como destino. Ese vocablo salvaje (la guerra) que alguna vez alguien y algunos más idearon como estigmas y sacrificio del otro/ treta de usura o tono de uniformidad mental/ es cosa que alguien algún día tendrá que explicar con humo enmascarado/ al pie de la historia/ antes de que la paz rota empiece a fusilar.
Y así seguimos, en el silencio de la ceguera, caminando “hacia horizontes de apoplejía, hacia los milagros de lo peor, hacia la edad de oro del espanto”, como vaticinó en su lucida amargura el filósofo Cioran.
3.- Poemas para Poemar
Como si hubiese leído lo anterior, el poeta Marco Antonio Herrera Guido, en su poemario Poemas para poemar, reflexiona, exclamando:
¡¡¡Qué fría y distante se ha quedado la vida!!!
¿Que habrá de decir mi canto solitario para vencer el silencio cuando llegue el día preciso?
Sin embargo, a pesar de dicho Epitafio, con sus versos nos demuestra que la vida está aquí como esperanza, impetuosa y sencilla, y que en la orilla de esa soledad silenciosa, no nos dejará solos ni en silencio; pues de esa sorda oscuridad aún puede emerger en el corazón, un alegórico canto al amor, a la amistad, al jazz, a Cronos, a Sor Juana, a José Revueltas, a Ramón Martínez Ocaranza, a Camécuaro, y nos lo comprueba con su poema titulado archimboldian (una derivación del nombre del personaje creado por Roberto Bolaño en su novela 2666):
Cuando toco tu piel/ olvido la locura/ el profundo alfiler que me acompaña. (…) tu cuerpo está lleno de parques y palomas (…)
Hablo de ti y me salen duraznos de la boca/ palpitan canarios y el alma detona campanadas.
Debemos agradecer a poetas como Marco Antonio, que sabiendo cómo vestir a las palabras con el color de la alegría, nos permiten seguir sonriendo, pues sus versos demuestran que en la piel de la otra o del otro, sin mayor recelo, aún puede aparecer la redención que buscamos, o la humildad del amor que no sabemos encontrar:
¿Para qué me sirven las manos si no atino a entrelazarlas y soñar contigo?
Para eso sirven las manos/ para acariciar y acompasar el aire/ dejar al viento lo que no volverá asir el recuerdo y temblar de miedo si te pierdo. (…) mis manos son el mundo/ el universo y el tiempo del amor (…)
En su escritura, se aprecia, sin complicación alguna, que “lo poético”, como dijo Ernesto Sábato, “es el lugar donde se puede salvar la vida”, y en Poemas para poemar, esa urgente posibilidad tiene su refugio más seguro en la profunda densidad lírica e hímnica de su bella intimidad.
Permítaseme citarlo in extenso:
Tendrá que llegar la espiga el agua y el canto de los hombres sin bandera/ los hombres de las diáfanas aguas con su deslumbrante fuego/ el aire y las arenas. Los hombres de la fragua/ los del monte y la piedra milenaria que estuvieron antes y después de la sangre. Los que durmieron en el suave costado de las flores con sus sueños de pan y de guitarras. Tendrá que llegar el día en que los hombres llegarán cantando bajo el sol y el arcoíris y todas las sangres juntas cantarán el milagro.
Finalmente, quiero decir que en este libro que hoy hemos tenido la oportunidad de comentar, he podido descubrir, no sin asombro alguno, que Donde muere el verano, nace la poesía.
Muchas gracias.
Juan Pablo Ramírez Gallardo