Fidel Castro: los venenos de la memoria
Por Leopoldo González
Fidel Castro Ruz, el dictador más longevo de la historia, cuya permanencia en el poder político de su país no se compara con la de Alfredo Stroessner (Paraguay), Idi Amín Dada (Uganda), Leónidas Trujillo (República Dominicana), González Videla (Argentina), Francois y Jean-Claude Duvalier (Ahití), Francisco Franco (España), Augusto Pinochet (Chile), ni con la de su pupilo latinoamericano Hugo Chávez Frías (Venezuela), murió el pasado 25 de noviembre.
Su historia política comienza en México, donde a mediados de los cincuenta preparó la conspiración para derrocar al dictador de la isla, Fulgencio Batista. Una madrugada de 1956, tras una prisión temporal en México, salió del Puerto de Tuxpan, Veracruz, hacia la isla del Caribe, para remontarse a la Sierra Maestra y emprender desde ahí la lucha revolucionaria que con altibajos y luego del juicio en el que pronunció la conocida frase “La historia me absolverá”, le permitió, junto con otros revolucionarios, liberar a Cuba de la dictadura y de la servidumbre hacia Estados Unidos. Desde una perspectiva crítica, quizás el héroe del Granma y de la Sierra Maestra no tenga en su haber más méritos que los enunciados.
Luego de tomar el poder político en la isla, sus primeras acciones de gobierno lo delatan como lo que realmente era: un tirano más en la larga lista que sobrepuebla el horizonte latinoamericano y caribeño, pues no sólo se deshizo -a las primeras de cambio y de muy diferentes maneras- de los primeros integrantes de su equipo que empezaron a tener diferencias con él por la línea de gobierno que seguía (Camilo Cienfuegos, Ernesto “Che” Guevara de la Serna, Eudocio Ravines, Carlos Franqui y otros), sino que comienza a desplegar las primeras grandes contradicciones de su visión ideológica y su estilo de gobernar: el que derroca a una dictadura, resulta que en el fondo estaba de acuerdo con la dictadura “siempre y cuando el dictador fuese él”; el que pretendía liberar a Cuba del yugo del imperialismo, lo que hace a cambio es someter a la isla, a los cuantos años del triunfo de la revolución, al yugo de otro imperialismo: el de la Unión Soviética.
A Fidel Castro (sin omitir de la lista a personajes menores como Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Rafael Correa) podría aplicársele, con toda justeza, el deslinde generacional y apunte autocrítico que hizo decir a Joan Manuel Serrat, mientras veía con tristeza el pobre experimento ideológico en que había terminado la utopía de su generación: “Hoy somos todo aquello contra lo que hace veinte años luchamos”.
Fidel Castro había ofrecido liberar a la isla de sus verdugos y explotadores: se convirtió en la encarnación de los nuevos verdugos y explotadores en nombre de una idea equivocada de libertad; prometió democratizar las estructuras de poder en la isla mediante la instauración de la “dictadura del proletariado”: lo que logró fue erigir una casta burocrática de nuevos burgueses y crear una “dictadura sobre el proletariado”; la colectivización forzada que en la URSS de Stalin dejó como saldo poco más de 4 millones de muertos, tuvo en Cuba innovaciones adaptativas cuyo costo nunca sabremos, porque las policías de Estado desarrollan un celo casi patológico por el ocultamiento de la verdad; la igualdad, uno de los mitos más fantasiosos de la izquierda latinoamericana, en Cuba se consiguió al costo de igualar a casi todos en la línea de la pobreza, con la sola excepción de los integrantes de la casta gobernante; si bien el derecho universal a la educación es indiscutible en Cuba, conviene preguntarse por la calidad de la educación y la enseñanza que se imparte en la isla: sus contenidos, desde hace más de 60 años, están basados en pedagogos y pensadores descontinuados (Makarenko, Alexander Medvedkin, Nikitin, Aníbal Ponce, entre otros) y, por ello, no sólo es una educación antiliberadora que ha hecho de Cuba un “redil de ovejas” a modo para la dominación autoritaria, sino que va a contrapelo de las principales dinámicas y corrientes de la historia.
Si en materia educativa Cuba ofrece un paisaje que parece calcado del imperio personal donde el tiempo se detuvo, en aspectos artísticos y culturales su atmósfera proyecta el rostro de una nación que fue moldeada a imagen y semejanza del dictador. Un régimen sectario, intolerante y represor, que en la oscuridad de su conciencia “arma” y desarrolla un desprecio casi patológico hacia el pensamiento diferente, no puede sino sentirse continuamente amenazado por los críticos que crean y piensan: los artistas e intelectuales. Esto explica por qué han abandonado la isla, en los últimos cincuenta años, miles de cineastas, guionistas, pintores, músicos, investigadores, científicos, poetas y escritores en busca de la libertad, la integridad y la dignidad que ahí nunca conocieron. Tal vez el caso más emblemático sea el del poeta y novelista Heberto Padilla, autor de En mi jardín pastan los héroes, quien abandonó Cuba en 1971 y radica actualmente en la ciudad de Nueva York.
En fin, la muerte de Fidel Castro cierra toda una época y su partida deja la luminosa sensación de que hay un dictador menos sobre el planeta. Por otra parte, este artículo no cierra el tema: abre la posibilidad de un ensayo crítico más completo y general, sobre una de las dictaduras más feroces y longevas de la historia.