Sinrazón y extravío de la protesta social
Por Leopoldo González
Introducción
Nuestro país se desenvuelve, desde hace un cuarto de siglo, entre dos visiones que han configurado dos
fuerzas en pugna: de un lado están las siglas, mentalidades y actores que creen en la necesidad de modernizar a la República; de otro, quienes se oponen a toda idea de cambio, reforma o modernización, y a lo largo y ancho del país despliegan estrategias de resistencia, de ruptura y de transgresión del orden público, con la finalidad de que nuestra sociedad no se mueva un milímetro de los parámetros y enfoques que la han hecho ser lo que es.
Es muy pronto, en el tiempo, para concebir una predicción o formular una hipótesis sobre el desenlace final de esta pugna entre dos visiones encontradas. Lo que no es secreto de prestidigitación es el hecho de que México ha acumulado cinco lustros de adrenalina social y de tensión ideológica, que en los últimos años –por instigación de alguien y algunos más- han convertido el debate ideológico e intelectual en contrapunto de gladiadores y espectáculo de fedayines sobre el piso social, lo que ha abierto un paréntesis de riesgo histórico para todos.
Tradición y modernidad
México vive, una vez más, y desde hace por lo menos un cuarto de siglo, una disyuntiva que desde siempre ha modulado y definido el tono de su historia: la disyuntiva entre tradición y modernidad.
A veces la pugna entre tradición y modernidad se expresa como búsqueda o posesión de la memoria histórica; en ocasiones, ese campo de tensión se hace visible en las disputas por hacer prevalecer una verdad o una interpretación de la cultura sobre otras; con frecuencia, ese desencuentro halla en el discurso político el campo más propicio para su manifestación; el pizarrón de la opinión pública que son los medios de comunicación –cable de alta tensión de la hondura, el tono y la temperatura de las ideas-, desde luego que no escapa a los escarceos de esa lucha; sin embargo, donde se revela con más claridad y fuerza el carácter irreconciliable de estos dos temples, es en el terreno de la calle y la plaza: sitios en los que se libran las batallas de lo propiamente social.
Al margen de que la tensión entre tradición y modernidad se origina en dos maneras de vivir y de asumir el tiempo, el asunto tiene en su raíz ramales históricos, culturales e ideológicos que determinan el ala en que se coloca cada quien. Pero el tema permea, desde hace siglos, cada uno de los aspectos e imaginarios de la vida nacional.
Cuando esta tensión se expresa a través de la pugna dialéctica de las ideas, mediante el libre torneo de argumentos y razones o siguiendo la lógica de dos sistemas racionales que intentan hacer prevalecer su visión o su verdad sobre el mundo, la lucha es fecunda y constructiva, porque se libra en las incruentas y promisorias avenidas del pensamiento. Y ahí, en los ocultos tejidos del pensamiento, no hay violencia de facto ni nada que pueda atentar contra lo intrínsecamente humano. La idea, por muy distinta que sea de otra idea, no es mala ni dañina en sí misma, porque lo que la anima es el fiat del conocimiento y la voluntad de recrear el mundo desde su propia esencia.
No obstante, entre la idea de tradición y la idea de modernidad la temperatura del pensamiento cambia. La tradición es emocional y excluye de su campo de enfoque los contenidos racionales de la modernidad. Además, la tradición no se parece ni quiere parecerse a la modernidad, a la que considera un ente sin casta, sin filiación espiritual interior y sin identidad real. Por otra parte, la tradición se juzga superior a la modernidad porque lo que la anima es la placenta caliente del pasado y cree –con la fuerza propia de una creencia- que el referente de futuro de la modernidad –si acaso existiese- es metáfora sin asideros, puro contenido gaseoso e ilusión.
La modernidad no necesita pugnar por un sitio que ya tiene, ni ocupa prevalecer ante nada ni ante nadie, porque sencillamente es. Es decir, se trata de un movimiento amplio del pensamiento que es nosotros mismos desde hace más de un siglo, y que, por lo mismo, despliega los fueros de su propio imperio en la manera que tenemos de ver, de vivir y de recrear la realidad. Por tanto, la modernidad –que a su modo articula y es varias tradiciones en su interior- no tiene ningún problema con la tradición, a la que en secreto absorbe, asimila y cobija, sino que es la tradición, cuando se asume en clave de interpretación histórica o ideológica, la que plantea un diferendo y una ruptura violenta con la modernidad.
En este punto, la tradición no es un problema para nadie, salvo para sí misma, puesto que, por un lado, el conflicto que plantea frente a la modernidad lo plantea en el orden teórico, racional e incruento de las ideas, donde no se daña la integridad ni se diezma la dignidad de nadie de los que integran la estructura social y, por otro, es un problema para sí misma debido a que su presencia y discurso niegan, en lo esencial, lo que de evolución y fuga hacia adelante hay y debe haber en la historia.
La tradición se convierte en un problema para todos, cuando deja de ser postura racional y memoria plena de su propio ser y se vuelve cliché de una actitud de resistencia, centro de gravedad de posturas disolventes o destructivas y refugio de visiones que compendian una insatisfacción y una negatividad social, pero en el fondo ignoran lo que defienden o a favor de qué luchan. Por lo demás, este es uno de los rasgos más sobresalientes de la neurosis social y política de nuestro tiempo.
La utopía rearmada
El hecho de que una parte de una entidad se agite inmoderada, pero temporalmente, puede ser tomado como un deslinde crítico momentáneo hacia la vida institucional, como una expresión de impaciencia social frente a determinadas aspectos de la vida pública o como una reacción coyuntural de tipo político ante un régimen o un gobierno que no ha desempeñado sus funciones según las expectativas creadas por él mismo.
Pero cuando casi todas las partes de una entidad son tocadas y estremecidas, durante largo tiempo, por una especie de fuerza expansiva y sin rostro que hace tambalearse todo el edificio de la vida pública, es posible que haya en el subsuelo social problemas estructurales no resueltos, pero también actores y artífices de la intransigencia como principio que buscan desvielar la vida pública en su beneficio. Este, valorado desde una observación atenta de la historia reciente y a partir de las evidencias de realidad que aún se acumulan, parece ser el caso de México y de Michoacán.
En el origen de esta dinámica de agitación social y desestabilización política, que para el registro histórico corresponde al trienio 1987-1989, se dan cita los desplazados del viejo populismo ideológico del sistema político mexicano (Cárdenas, Muñoz Ledo), algunos sobrevivientes nostálgicos de la guerrilla mexicana (1963-1972), las siglas y corrientes de una izquierda frustrada que se había propuesto –sin lograrlo- “tomar el cielo por asalto” (ACNR, PDLP, Liga Comunista 23 de Septiembre) y dos o tres actores que en las sombras de la clandestinidad seguían alentando la idea de un anarquismo socialista para México.
Los dos referentes de este movimiento de agitación y desestabilización nacional, además de su adhesión a un marxismo tardío que en Europa del Este perdió su cielo de creencias y su piso de realización histórica, eran la imaginación radical y la utopía rearmada, como combustibles que haría posible subordinar todos los mundos posibles al mundo de “los de abajo”.
No obstante, a pesar de que las distintas ramificaciones de aquel movimiento habían vivido una mística de rebeldía, estaban imbuidas de un radicalismo a flor de piel, conocían como pocos la impaciencia por el cambio y tenían demasiadas calenturas mentales, sus tácticas y estrategias de lucha casi nunca fueron más allá del terreno estrictamente cívico-electoral, y además, tampoco se propusieron causar un daño consciente a la sociedad y a las instituciones del Estado.
El rechazo de cualquier idea de orden público, la transgresión del principio de autoridad, la voluntad intencional de dañar al otro y la activación del germen de la destrucción a priori, en nombre de ideas que la rueda de la historia ha “falsaseado” y decantado, vendrían después.
Neurosis e ideología
México y Michoacán viven, desde hace algunos años, el asedio de un conjunto de minorías que hacen fila para protestar contra esto, contra lo otro y contra aquello. En dicha protesta se puede advertir el sello de una impaciencia histórica y de cierta neurosis ideológica, en cuyo centro se dan cita las fuerzas de la tradición.
Sin embargo, lo peor es que algunos de esos grupos, hace tiempo dejaron atrás la ecuanimidad y la decencia cívica, el pacifismo verbal y la civilidad política, para dedicarse de lleno a tareas de agitación y a labores de desestabilización social, que lo que buscan es minar las reglas de convivencia más elementales y debilitar los fundamentos del Estado.
A primera vista, pareciera que nada tienen en común ciertos partidos de izquierda, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), los estudiantes y profesores normalistas, las células estudiantiles alineadas con el parasitismo universitario en varios estados, algunas organizaciones populares y campesinas, los jóvenes anarquistas que se dan cita en la organización del caos, ciertas expresiones de la delincuencia organizada y las cabezas visibles de ese movimiento amorfo que es ahora la izquierda.
Son varios los eslabones emocionales y los imaginarios culturales que explican esta sui géneris fraternidad de la sangre. Si se observa la genealogía de estos grupos y corrientes y se colocan a escala los vasos comunicantes de su discurso, se podrá advertir que cada uno de ellos reivindica para sí el síndrome de un arraigo o la placenta caliente de una tradición. Son, de algún modo, la nueva encarnación de la vieja “visión de los vencidos” que vivió una parte del mexicano hace cinco siglos.
El otro vínculo emocional hondo de estos actores sociales, por el cual, quizás, han desarrollado las grandes cualidades teatrales de la victimización, es la pérdida del referente ideológico que llegaron a constituir los experimentos socialistas del Este, lo que ha llegado a ser, para ellos, el precipicio hacia la nada ideológica, la dolorosa administración íntima de un desconsuelo, la cicatriz de una horfandad existencial y la primera piedra de una singular hermandad de la derrota. Acaso podría decirse que, si por otras vías no lograron conseguir la imposible igualdad de los “mundos”, por lo menos, al fin de la jornada, lograron consolidar la igualdad de su propio “mundo”.
Uno más de los eslabones emocionales que fijan el retrato hablado de la protesta social, parece ser el largo resentimiento “colectivo” de quien, por razones genéticas o culturales, no ha conseguido dejar la marginalidad ni sobresalir de entre sus iguales (la clase o el piso social), por lo cual parece forjar en su imaginario mental la audaz fenomenología del desquite: si el Estado no es Estado para todos (sobre todo los más débiles), ¡muera el Estado!
Todo esto dibuja a un país y a una entidad que, atenazados por el subdesarrollo que ellos crearon, por el golpismo delincuencial y por la tentación ideológica de formar una nueva guerrilla en México, no encuentran la manera de sortear la encrucijada que les plantea la historia.
Conclusión
Hoy, los grupos y dirigentes que sienten amenazada su visión del pasado nacional y creen intocable su propia tradición, parecen apelar a la emoción, al antigobiernismo sociológico y a la “pulsión de protesta” de las “masas”, en busca de evitar cualquier tentativa de cambio y de reforma en nuestro país. No obstante, su equivocación radica en creer que México puede ser reducido a una causa ideológica, o que puede ser interpretado según el filtro dogmático de un conjunto de minorías.
Por otra parte, las siglas, mentalidades y corrientes que creen necesario un salto longitudinal para modernizar al país, tienen ante sí el reto de demostrar que es ahora o nunca la oportunidad de que nuestro país emprenda la fuga hacia adelante.