La sociedad y el sistema crean e inventan límites para la conducta criminal, cuando falla en el hombre y el ciudadano la autocontención interior y no bastan ni son suficientes los límites y las sanciones impuestos por la razón.
Los límites, es decir los frenos y diques en que puede actuar cada individuo son internos y externos: los primeros provienen de la estructura emocional, la salud mental, la madurez y la razón, y corresponden a las formas de autocontención interior de cada persona; los segundos entran al quite cuando no funciona alguno o varios de los primeros: son los métodos de contención y encausamiento inventados por la justicia criminal, para que nadie se dañe o dañe a otros sin recibir una reprimenda o un castigo del Estado.
El tema, por supuesto, es complejo, y en él va incluida la discusión interminable del siglo XVI al XXI y una constelación de autores que incluye a Jeremías Bentham, John Howard, César Bonesano, Michel Foucault, John Rawls, Massimo Pavarini, Darío Melossi, Marco del Pont y otros, cuyas aportaciones han sido clave para afinar el derecho penal y para perfeccionar el sistema penitenciario en el mundo.
John Howard, el creador del derecho penitenciario, nació en los suburbios de Londres en 1726. Ser prisionero de guerra le condujo a conocer las prisiones de su país y Europa y lo volvió experto en sistemas y modelos penitenciarios.
La prédica de Francois Rabelais: “Ama y has lo que quieras”, en el siglo XVI, implicaba que “gentes libres, bien nacidas y que conversan en honesta compañía” nacen para el bien, pues lo que los mueve y los frena en la vida es el amor.
La Edad Media y el Renacimiento demostraron que una frase retórica, pese a su profundidad, era incapaz de determinar el bien en el hombre y en la ciudad secular. El mismo San Agustín, quien en su vida monástica adoptó la máxima de Rabelais, cayó en cuenta que la “bestia interior” que nos constituye tiene el salvajismo suficiente para negar o atropellar la fuerza del amor. Por tanto, ni límites internos ni externos bastan para frenar la pulsión destructiva y la voluntad de trasgresión que hay en el hombre.
A los que roban, dañan, violan, matan, fabrican o trafican drogas, o incurren en cualquier otro tipo de ilícito, si son imputables, se les encarcela. Se pregunta Michel Foucault: “¿De dónde viene esta extraña práctica y el curioso proyecto de encerrar para corregir, que traen consigo los códigos penales de la época moderna?”. Los estudiosos y tratadistas del sistema penal y del subsistema penitenciario, que son legión, tienen muchas respuestas para una sola pregunta.
Mezcla de mazmorras medievales, centros de segregación renacentistas y prisiones de la época del Tribunal del Santo Oficio (La Inquisición), los centros penitenciarios modernos son, arquitectónica y jurídicamente, sitios de prueba y lugares para rehabilitar y reinsertar a las y los PPL´s, que en la intemperie civil tuvieron la desdicha o la mala suerte de estar en el sitio incorrecto, con la persona equivocada y en el momento equivocado.
En sus travesías por Inglaterra, España, Portugal, Flandes, Holanda, Alemania, Suiza y Francia, mientras preparaba el borrador de su célebre libro “El estado de las prisiones”, Howard encontró cárceles atiborradas de prisioneros; espacios en que convivían criminales de antigua ralea y convictos de alta y poca monta; crujías con delincuentes convencionales, inocentes, deudores, estafadores y locos, todos sin clasificación cual ninguna.
En París, a Howard se le impidió el acceso a La Bastilla, que por entonces, en la época de los luises, era una cárcel de Estado que la monarquía reservaba a los disidentes políticos y a los enemigos de los reyes.
En Holanda a Howard le sorprendió la baja tasa de criminalidad, la cual atribuyó al trabajo industrial y a factores de prevención como la familia, la escuela, la higiene y los servicios públicos. Hoy, la tendencia en Holanda es convertirse en un país sin prisiones.
En este momento, los conceptos de “corrección” y “readaptación” social han caído en desuso, no sólo porque se fundan en nociones jurídicas ya superadas, sino por el aire de refresco que trajo consigo el nuevo sistema de justicia penal al inicio del siglo XXI.
La noción contemporánea de reinserción social debe sus primeras formulaciones teóricas a John Howard, no sólo porque reprocha una conducta delictiva a la que sanciona, sino por su interés en “humanizar las prisiones” y en mejorar las condiciones de los reclusos.
Para efectos prácticos, Howard es el estudioso que más ha influido en el progreso y humanización de las cárceles y en la concepción del sistema penitenciario actual.
John Howard murió el 20 de enero de 1790 en Jerson, Ucrania, por una enfermedad llamada, indistintamente, “fiebre carcelaria” o “tifus exantemático”. Quiso que sus restos no fuesen llevados a Londres, sino depositados en Jerson, donde encontró las cárceles más limpias y ordenadas de cuantas había visitado en su peregrinar por esa “geografía del dolor”.
Howard, por todo esto, es un apóstol del humanismo penitenciario moderno.
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La cárcel no es solo una experiencia de pérdida de la libertad; es asomarse a una forma de libertad espiritual que pocos conocen, pues conecta al hombre con sus “yoes” internos.
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