Uruapan y lo uruapense:
Honda presencia en mi literatura y en mi vida[1]
(Primera autobiografía)
Dante Medina
I Infancia en el Paraíso
Yo nací en Jilotlán de los Dolores, así que mi cordón umbilical está enterrado en Jalisco. Pero mi corazón floreció en Michoacán. Gracias al sol de Nueva Italia y al agua fresca de Uruapan.
Cuando llegué a Uruapan, yo empecé a creer, firmemente, que los aguacates se cultivaban para regalar a los amigos, a la gente que estimaban aquellos que tenían uno o muchos árboles de aguacate, porque jamás compré aguacates y nunca conocí a nadie que comprara aguacates… No me pareció extraño porque lo mismo sucedía en Nueva Italia con los melones, las sandías, los mangos y los limones, que nos seguían llegando por cajas hasta Uruapan.
La realidad me golpeó a la cara cuando, viviendo en Europa, compraría a precio de oro aguacate (en singular) de África o de Israel, que ni siquiera sabía igual de sabroso que los aguacates gratis de Uruapan… Y cuando supe, por mi hijo, que ahora está en Japón, que las puertas se le abrieron con sólo contar que su abuelo fue agricultor de melones, porque allá un melón es tan caro que es signo de riqueza y equivale a una dote o, al menos, a un dignísimo regalo durante la petición de mano de la novia, comprendí que Sigmund Freud y Santiago Ramírez[2] tenían razón: “Infancia es destino”: mi niñez, en la que abundaron los melones, me anunciaba ya mi porvenir de adulto de polígamo. O, al menos, como dice mi obra de teatro, un pretendiente que pide que “no le agradezcan la visita”.[3]
Mi infancia y mi adolescencia, como se puede ver, transcurrieron en el Paraíso. Durante la secundaria en el Parque Nacional, y en la preparatoria en un bosque, desde el que, con un catalejo, veíamos a las hermosas chiquillas de la secundaria, detrás de los pinos, en el recreo.
Aquí, en Uruapan (la ciudad que “es tan natural asociar con las flores” según la Señorita Tormenta, alias Marian Storm[4]), empecé a estudiar teatro, y a estudiar italiano. Teatro, que estudié con Héctor Manuel Calixto, en compañía de mi gran amigo Carlos Mora; italiano, con mi profesor Manuel Romero, en cuyo auditorio estamos reunidos ahora, nuestro querido maestro al que, siguiendo la antiquísima costumbre estudiantil de poner motes a los profesores, apodábamos El Seven. No imaginaba lo que estos estudios significarían en mi vida: años después, yo sobreviviría como Director del Grupo de Teatro Latinoamericano de la Université Paul Valéry, en Francia, y sería profesor–escritor invitado a la Scuola Superiori di Lingue Moderne per Interpreti e Traduttori de la Università di Bologna, en Italia, donde el año pasado, con mi colaboración, se publicó, en bilingüe, mi obra de teatro Io sono don Juan, per servirla.[5] Esto se lo debo a mi prepa, el Don Vasco.
II La buena noticia
Cuando recibí un e-mail de mi amigo Chon, Encarnación Chávez, anunciándome que Francisco Javier Ramos Ruiz, en nombre del Rector de la Universidad Don Vasco, el Licenciado Don Rafael Anaya González, me invitaría a un homenaje a mi preparatoria, sentí un enorme regocijo y un gran orgullo: fue como si alguien me llamara desde mi juventud. Nací, dije, en Jilotlán de los Dolores, Jalisco, un pueblo con sabor rulfiano donde pudo haber nacido, también, Susana San Juan. Pero a los 5 años de edad, con mi perro pastor alemán, “El Capitán”, montado en un caballo con mi tío Miguel, hice punta en la diáspora de mis padres hacia el Valle de Apatzingán. “Allá reparten tierras, si uno se hace agrarista, y de riego…”.
Viajamos a Tepalcatepec, luego a Apatzingán y, finalmente, llegamos al destino, Nueva Italia, donde viviríamos hasta que yo terminara la escuela primaria, para luego “seguir camino” hasta Uruapan, donde sí había escuela secundaria, para luego continuar mis estudios en la Preparatoria Don Vasco.
Así me llegaron los recuerdos, desde que la Universidad Don Vasco me invitó, y continuaron mientras viajaba rumbo a Uruapan. A la autopista Guadalajara-Morelia se le quitó lo indiferente a partir de que salí en Churintzio rumbo a Carapan, pasando por Tlazazalca, y Purépero; luego Cherán, Paracho, Capacuaro, Uruapan. Sí, a mi juventud la marcó la lluvia generosa e interminable de Uruapan, con sus tejados montañeses, y el bosque, el bosque. La Universidad donde hice mi doctorado, en Francia, se llama Universidad Paul Valéry, en honor a un poeta que escribió este verso: “La mer, la mer, toujours recommencée” (“El mar, el mar que siempre recomienza”); yo, cuando estando lejos en Europa, recordaba a Uruapan, repetía: “Le bois, le bois, toujours recommencé” (“El bosque, el bosque, que siempre recomienza”). Si mi infancia estuvo rodeada de sandías, melones, limones, cocos, papayas, mangos y tamarindos, a mi adolescencia la marcó el bosque: Uruapan. Respirar los bosques michoacanos fue para mí entrar al Paraíso. Era una delicia estudiar en el Parque Nacional, con el rumor del río Cupatitzio y el quejido del aire en las hojas de los vástagos de plátanos con hueso; las fuentes y el agua cristalina, esa H2O de la que el maestro de química en secundaria nos decía que no debía de ser, como se leía en el manual escolar: “incolora, insabora, e insípida”, sino que era: “cristalina, fresca, y perfumosa”.
Al entrar a Uruapan manejaba, literalmente, en automático rumbo al pasado; máquina del tiempo, caprichosa, el recuerdo. Los domingos, con mis amigos, emprendíamos caminata hacia San Juan de los Conejos, el pueblo fundado cuando el volcán Paricutín expulsó, en los años cuarenta, a los pobladores de su antiguo asiento, San Juan Parangaricutiro, para venir a fundar San Juan Nuevo. Solíamos ir, también, a pie hasta la cascada de la Tzaráracua, esa cabellera de mujer que envejeció esperando al amado —según Eduardo Ruiz— que partió a la guerra y no volvió jamás. O, como buenos autóctonos, encontrar a golpe de instinto La Tzararacuita, un salto de agua más modesto pero igualmente espectacular, hacia el que no había, entonces, camino.
Después de Uruapan, empieza el descenso: cincuenta y nueve kilómetros de curveante bajada, del sabroso frío de los bosques a la llanura calurosa. Hay un pueblo intermedio rumbo a Nueva Italia, Gabriel Zamora, del que nadie sabe, excepto las oficinas de los municipios, su nombre oficial, y todo mundo lo llama Lombardía, sin asociarlo para nada a la geografía italiana, y sólo porque en la memoria colectiva quedó grabado que ahí estuvo la hacienda que los migrantes, nostálgicos sin duda, llamaron La Hacienda de La Lombardía. Hubo campesinos a los que, en mi infancia, oí pronunciar, tratando de comprender con la fonética: La Ombardía.
Pero esta vez, me detendría en Uruapan, sin llegar hasta Nueva Italia; como me detuve, hace ya, en los años sesenta del siglo pasado, en estas benditas tierras donde San Miguel puso de rodillas al diablo para que brotara agua cristalina para todos nosotros.
III ¿Quién carajos soy yo?
En este instantáneo viaje al pasado durante la carretera, en el que me acordé que mis primeros estudios de teatro y mis primeros estudios de italiano, que marcarían mi destino, se los debo a Uruapan y al Don Vasco, recordé también que, en 1999, la Universidad de Siena, Italia, me invitó a dar un curso y una conferencia: el curso, sobre teatro; la conferencia, sobre mí mismo y mi experiencia literaria. Lo del teatro, era un simple “pinchi trompo a l’uña” y “no era más difícil que comerme una corunda”, me dije, y pa eso, como decimos en Michoacán cuando nos sentimos chingones, pa eso la traía bien pelada. Pero hablar de mí mismo, ta cabrón, parientitu, me agarran de bajada y me esperan de regreso. No había escapatoria: el paquete iba junto con pegado, y pagaban en euros. Yo, como buen uruapense, había aprendido a no tenerle grima al dinero.
Así que, acordándome que pasé mi infancia en Nueva Italia, y que El Seven me enseñó italiano en Uruapan, me puse michoacano (que no jarocho, eh: me puse michoacano) y arranqué —ah, pero no crean que es por presumir de políglota o por sangrón o por pedante (“apachero”, pues, como decimos en Uruapan) que cito lo que sigue, sino para elogiar la buena educación que, lejos de las metrópolis, se imparte en el entonces Instituto Cultural Don Vasco, hoy Universidad—; ahí voy:
Io mi sono sempre rifiutato di fare la mia autobiografia, per una ragione molto personale: quando uno parla di se stesso mente quasi sempre. È possibile che la confessione sia un vero genere letterario, e che quello che aveva di sincerità lo ha preso da un impulso di pentimento al quale non scappa nessuno dei dannati del Inferno. Io non vedo ancora la mia vita come un passato, non mi lamento ancora di aver vissuto, credo d’aver diritto alla vita privata, non ho l’età per scrivere le mie memorie, e ancora il mio cuore, ottimista, brinda con me, e fa festa, quando mi innamoro.[6]
(Yo siempre me he negado a la autobiografía, por una razón muy personal: cuando uno habla de sí mismo miente casi siempre. Es posible que la confesión sea un género literario verdadero, y que lo que tenga de sinceridad lo haya tomado de un impulso de expiación al que no escapa ninguno de los condenados del Infierno. Yo todavía no veo mi vida como pasado, no lamento aún haber vivido, creo tener derecho a la vida privada, no estoy en edad de escribir mis memorias, y todavía mi corazón, el optimista, brinda por mí, y hace fiesta, cuando me enamoro.)
Eso dije entonces, pero estaba en extranjia, y asustado.[7]
Ahora, y en familia con ustedes, ya se me quitó la vergüenza, y me aviento sin tapujos, y hago un recuento de mi vida, que les comparto. Con estas remembranzas, y sintiéndome aquí en mi tierra, me dio por confesarme, y perdonen ustedes si la egolatría suplanta a la educación, pero creo estar entre amigos, y los amigos son para eso: para abusar de ellos. (De las amigas no he dicho nada, que conste).
IV Mi “desconocido” lugar de origen
Nací en un pueblo que probablemente todavía existe, si el ejército o los narcotraficantes no lo han destruido. Se llama Jilotlán de los Dolores, Jalisco, y fue fundado por Hernán Cortés en 1523. Aunque no sé cuáles son los dolores de ese pueblo, supongo que le duelen dos cosas: sus hijos que se van y sus hijos que lo olvidan.
Desde que dejé Jilotlán me he puesto —quizás por eso— a escribir de cosas que tienen que ver con el recuerdo.
He publicado más de cincuenta libros: estudios de literatura, novelas, libros de cuentos, de poesía, un libro de viajes, teatro, canciones, ensayos sobre artes plásticas, guiones, artículos, ensayos literarios, textos radiofónicos, reportajes para la televisión, entrevistas, apócrifos, traducciones fingidas y verdaderas… me siento un polígrafo total, y creo que si me obligaran a quedarme en un solo género literario, equivaldría a que me metieran en una cárcel.
En todos mis libros hablo de cosas que ignoro, o que he olvidado. Mi escritura es un intento de saber, y un deseo de recordar.
Jilotlán de los Dolores: el único pueblo que los mexicanos cultos y viajados no conocen. El único pueblo de Jalisco que parece mentira.
“)Vienes desde Jilotlán de los Dolores”?, me dijo Juan Rulfo, en 1984, haciendo que la voz le diera harta distancia a tanta distancia. Minutos antes, Juan Rulfo, había declarado en público, uno de los elogios que más han marcado mi memoria: “Dante Medina está usando un lenguaje muy nuevo, completamente original y poco, poco frecuente en la literatura mexicana. Y lo mismo se puede decir de la literatura latinoamericana. […] Textos muy novedosos realmente, poco —por no decir casi no— utilizados en la lengua castellana. […] [Dante Medina] Está revolucionando el lenguaje. Está revolucionando las ideas y al mismo tiempo el concepto que tienen de la vida. Presenta un ejemplo de lo que debe hacerse actualmente”.[8]
En 1991, Juan José Arreola me diría, a la salida de la presentación del magistral libro Hernán Cortés de José Luis Martínez, en la que Arreola alocucionó mi intervención alegrándose de que hubiera quien leyese, además de escribirla, tan buena prosa, para un amoroso de la palabra —él, Arreola— que encontrábase privado de ella porque él, Arreola, desde décadas atrás ya no leía. Y yo, pues desde luego, claro, gracias, me prometí que reproduciría lo que él me dijo “a la salida de la presentación del magistral libro de José Luis Martínez”, y aquí lo cumplo: “Yo creo que Jilotlán no existe, por lo tanto tú no existes. Tú eres una invención; y Jilotlán otra… Una invención tuya, Dante.”
Luego, para salir del susto, releí toda la obra de Juan José Arreola, en busca de mi pueblo. Jilotlán de los Dolores es mencionado en su novela La Feria, donde dice que a las fiestas del pueblo del narrador (Zapotlán): “Llegan de todas partes, de cerquitas y de lejos, de San Sebastián y de Zapotiltic, de Pihuamo y desde Jilotlán de los Dolores”. Además, su cuento “El Corrido”, del libro Confabulario, termina así: “Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotlán de los Dolores, allá habría llegado con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora”.
Jilotlán de los Dolores, en la obra de Juan José Arreola y en la boca de Juan Rulfo, siempre quiere decir “lejos”. Arreola nació en Zapotlán el Grande, un pueblo a aproximadamente 100 kilómetros de Jilotlán de los Dolores, y Juan Rulfo nació en Sayula, un pueblo a aproximadamente 120 kilómetros de Jilotlán de los Dolores; y la misma distancia hay de mi pueblo a Atoyac, donde nació José Luis Martínez, quien fue presidente de la Academia Mexicana de la Lengua.
Juan José Arreola avanzó unos escalones, aseguró que venía a Guadalajara a dedicarse, por fin, de nuevo, a escribir, y no me creyó tampoco que yo hubiera traducido un cuento suyo al francés, y enfatizó: “Una invención tuya, Dante, como tu nombre”.
V Jilotlán está en el mapa, sí señor
Soy de Jilotlán de los Dolores, Jalisco. De allá vengo. Un pueblo que dicen que yo me lo inventé. Ahí nací. En día viernes, dice mi mamá, y mi papá no la contradice. Mis hermanas no se ponen de acuerdo sobre el año, por más que a mí me dijeron, me hayan dicho, me digan, que en 1954. Nací en una quesería, en la bodeguita donde almacenaban el Queso de Jilotlán.[9]
Curiosamente, cuando uno busca en internet “Jilotlán de los Dolores”, encuentra una página de municipios de Jalisco, cuya dirección electrónica es ésta: http://www.jalisco.gob.mx/es/jalisco/municipios/049-jilotl%C3%A1n-de-los-dolores. Ahí aparece el escudo, la región, la toponimia, la historia, etcétera. Pero, de pronto, hay un apartado que dice: “Personajes ilustres”, así, en plural, aunque luego nomás pone en singular: “Dante Medina. Poeta y escritor”. Agradezco la deferencia y el lugar único que me otorgan, pero se les olvidó que en Jilotlán nació otro personaje ilustre de la historia de México, una mujer, destacada traductora del siglo XVI a la que todos conocemos: Doña Marina, apodada La Malinche. Nada ganan con negarlo, aunque a mí me conviene estar sin competencia, y cuantimenos ante una mujer tan buena para las lenguas.[10]
Retomo mi relato.
Nunca supe lo que era tener abuelos. De ninguna clase. Crecí rodeado de hermanas de todos los tamaños y colores. En cuanto me gradué de párvulos, me llevaron a los calorones de Nueva Italia a estudiar la primaria; en cuanto terminé la primaria, me llevaron al frío de Uruapan a terminar la secundaria y la preparatoria. Y lo mismo, me llevaron a Guadalajara a la licenciatura. Para mí estudiar era mudarme, viajar. Aguanté sin moverme hasta la maestría —con muerte de padre, hermanas casándose— y luego emprendí, ya desfamiliado, el viaje a Francia, donde me gradué de Doctor en Letras en 1983, fui director de teatro, repartidor de periódico, ayudante de conserje, conductor de programas radiofónicos, y profesor universitario.
Hasta que me vine, en 1985, de regreso a Guadalajara, aunque pude irme aún más de regreso: a Uruapan, a Nueva Italia, a Jilotlán; pero no: mi regreso fue ya nomás a Guadalajara, donde me planto. Y allí estoy, año de 2013, todavía.
VI Cómo me llamo
Dos veces al día, como a otros les recuerdan a su madre, me recuerdan a mí a Dante Alighieri, y a la Divina Comedia, a la que yo nunca le he visto, maldita la gracia, por ningún lado lo cómico.[11] Por eso, cuando digo mi nombre y me hablan del Dante, yo respondo, con sincera ironía: “)Dante Alighieri? Sí, es un italiano medieval que usaba mi nombre”.[12] Y cuando me preguntan: “)Tú eres italiano?, )tu padre era italiano?, )eres de una familia culta?”.
Me quedo sin palabras. )Servirá de algo anotar que viví, de niño —ya bautizado— en un pueblo que se llama Nueva Italia, en el estado de Michoacán, colonizado a principios de siglo por las familias Cusi, Orio, Doddoli,[13] y que, por azares de la geografía, a lo largo de mi vida, he tenido tres novias italianas?
Mi padre era agricultor, de ascendencia incierta (acaso Italia, Francia, Alemania, andarían por su sangre, como diría Borges),[14] y en Jilotlán, de libresco, sólo había un manual de odontología y un loco, Tiburcio (pa más señas mi tío) que se sabía corridos de memoria. Por toda cultura, mi madre era fanática atenta de los conocimientos empíricos de mi padre, que llegó a ser Presidente Municipal porque, siendo el propietario del libro de odontología, la gente lo veía con respeto.
Después de muchísimas hijas de mi padre, mi madre tuvo un varón, alegría, hasta el día en que escribo esto, de mí mismo. “)Cómo le vas a poner al niño?”, preguntaban los amigos. “Nomás Ponciano no”, se plantó mi madre. “)Qué tal Indalecio?”, sugirió mi padre. “Con el perdón suyo —dijo mi madre— y con todo lo que no me gusta el apelativo, le acepto ese nombre, nomás Ponciano no, aunque usted se llame así”. “Ta bueno, Teodora —dijo mi apá, que sabía que a mi mama le repateaba el nombre de Teodora y prefería Lola pa que todos pensaran que se llamaba Dolores, que es nombre de personaje de Juan Rulfo—, ta bueno —dijo mi padre— le pondremos Indalecio”.
Y yo oyendo todo, a tiemble y tiemble. “Me van a chingar pa toda la vida. Tense sosiegos y pónganme un nombre cualquiera del calendario. Uno que sí tenga santo.”
—Indalecio Mercedes —dijo mi padre. Yo me hice caca del susto. (A mí qué carajos me importa haber nacido el 24 de septiembre, día de Nuestra Señora de las Mercedes!
Con cara de (ten piedad de tu hijo!, mi madre me entregó a los brazos de mi padre para que me llevara a bautizar a la iglesia. “Nomás Ponciano no”, le dijo mi padre, como para asustarla, “de ahí en fuera, lo que a mí se me ocurra”.
Mi madre lloraba de angustia.
Yo veía todo eso. Y si ustedes no me lo creen es porque no creen en la literatura. (Ah, y a propósito de literatura: mi madre era muy bella, me acuerdo).
Uno de mis tíos, Aniceto, que no se avergonzaba de su nombre ni de vivir en mi casa (siempre tuvimos tíos viviendo en nuestra casa: después de magníficas cosechas, en lugar de dar limosnas a la Iglesia, compraban gallos para apostarles y perder hasta el último centavo en las peleas, y venirse a vivir con nosotros, de puro cariño), mi tío Aniceto, dirimió la querella con una proposición descabellada: “Pónganle dante”, dijo, y lo dijo con minúscula porque era medio bromista.
A mi padre aquello le sonó como a nosotros nos suena ahora Nepomuceno, Filóstrato, Salutario, Birbiloque. Hizo gesto de fuchi. Mi madre, nomás por joder, aplaudió la ocurrencia. Mi apá no comprendía: “Nada más Ponciano no”, se quejaba para sí mismo sin entender cómo alguien podía pensar que “Dante” era un nombre bonito y “Ponciano” feo. En ratos así, los 22 años de diferencia entre él y mi madre lo hacían disvariar.
En un arranque agarró al chiquillo aquel —o sea yo— que estaba oyendo todo y aún se acuerda, se lo llevó a la Presidencia Municipal, se lo llevó a la Iglesia, y regresó con él y dos papeles, y se lo dio a mi mamá: “Ahistá tu hijo ya nombrado, por lo católico y por el civil. A ver si sale algo de provecho: se llama Indalecio Dante”.
“Bendito sea Dios”, alcanzó a decir mi mamá, con el alma en vilo.
VII Ventajas y desventajas de llamarse Dante
De niño, recuerdo, nadie en Nueva Italia se llamaba como yo, Dante, y no me hallaba porque no tenía tocayos, como todos los demás niños. Un día, durante la primaria, tuve una gran alegría: me salió mi primer tocayo: Un cine. Sí, un cine fue mi primer tocayo: frente a mi casa, con un enorme letrerote, abrió sus puertas el “Cine Dante Cusi”, el primero que veía en mi vida, y tuve la suerte que pocos niños tienen: un cine con mi nombre. Ése fue mi “Cinema Paradiso”. Saber que yo podía, como todos los demás niños, tener “tocayos”, me llenó de emoción. Porque de niño, es difícil llamarse Dante. Luego, de adulto, es una gran ventaja, sobre todo si uno ejerce el oficio de escritor.
Supe entonces, también, que “Dante” era una palabra italiana, cuando escuché otras del mismo origen, que no me sonaban ni a “pinzán”, ni a “parota”, “cablote”, “guásima”, “changunga”. Nombres de mujeres: Vintila, Otilia, Anunziata. Nombres de hombres: Ezio, Guido, Giuseppe. Apellidos: Doddoli, Orio, Dada, Siso. Pregunté a los jornaleros que pizcaban algodón dónde era Italia, y me contestaron: “Es la tierra de donde vinieron los patrones de las haciendas que abarcaban desde Uruapan hasta Apatzingán”, como cien kilómetros por carretera de extensión. Le pregunté a mi maestro de escuela: “Queda en Europa, del otro lado del mar”, me dijo. Me dio pena que vinieran de tan lejos —no sé si me imaginé que nadando— los abuelos de aquellas niñas pecositas que desentonaban en la prietez general del trópico, y a las que no parecía asombrarles en absoluto que yo me llamara Dante. En cambio, cuando alguna nativa me preguntaba mi nombre, ella se echaba a reír como si yo quisiera hacerla reír; yo, en lugar de ofenderme, me decía para mí mismo: “Si hubiera querido hacerte reír realmente, guapita, te hubiera contestado: ‘me llamo Indalecio’”.
VIII )Pero quién carajos soy yo, pues?
Cuando alguien me hace esta pregunta, un estudiante, un periodista, una mujer, “)quién es Dante Medina?”, yo volteo pidiendo que otro responda por mí, pero como nadie quiere asumir esta responsabilidad, tengo tres respuestas preparadas:
La primera: si se trata de un periodista, le contesto, invariablemente: “)tiene suficiente cinta en su grabadora?”.
La segunda: si es un profesor universitario, la respuesta es: “)seguro que no se va a morir antes de que termine mi relato?”.
Y en tercera, si es una mujer, le digo al oído: “)tendrás dispuestas suficientes noches para dormir conmigo, entenderme, asustarte, comprenderme, y ordenar, junto a ti, mi pasado?”.
Todos me responden que no. Así que no he tenido, todavía, la oportunidad de contar mi vida, quién soy, y qué hago. Pero hoy, ya que veo que ustedes tienen tiempo, lo voy a hacer, así que prepárense, porque les voy a decir qué soy y quién soy.
IX Recuento de mis inhabilidades
Cuando tuve edad de saber algo más de eso de las mujeres y los hombres, me interesé en las artes. Empecé por la carpintería, en un pueblo de montaña que se llama Uruapan, en un estado, Michoacán, de donde mucha gente cree que soy, en una época de mi vida que ahora clasifico como Escuela Secundaria.
Un buró de madera que toda mi familia ridiculizó me hizo cambiar al dibujo y a la escultura, para que un pájaro y un león me echaran del Edén de las artes impertinentemente rumbo a un profesor de baile al que le pareció que yo fingía, antes de convencerse de que lo mejor que yo podía bailar era lo peor que él había visto bailar en su vida, por lo que me remitió al profesor de música que me aceptó en el coro a condición de que cantase por debajo de los decibeles perceptibles para el oído humano —por fortuna mis padres pagaban puntualmente la mensualidad y yo nunca llegaba tarde a la escuela, hacía las tareas, no les levantaba en público la falda a las alumnas, y a las que les “hacía pelitos” para que fueran mis novias pactaban sin dificultad que ninguno de los dos se lo diría a nadie—. Mi ex-séptima mujer (otro de mis personajes femeninos), resume así el hecho de que yo haya tenido que aprender taquimecanografía —(cosa de putos!— para aprobar una Escuela Secundaria sin la que ahora no tendría un Doctorado en Letras: “A ti te exiliaron, por indeseable, en la literatura”.
X Reivindico una habilidad: mis dedos
Quise ser arquitecto, y a la primera línea me reprobaron. Quise ser psicólogo, y no me interesaban los problemas ajenos por reales. Quise ser administrador de empresas y me aterré tanto cuando supe que había sido aceptado como alumno en la Facultad de Administración que abandoné durante meses la ciudad, temiendo que vinieran a buscarme y me obligaran a asistir a clases. Mi psicóloga, después de aceptar que no fui tan mal actor de teatro, que luego dirigiría incluso el grupo de la Université Paul Valéry en Francia, que ganaría algunos premios y tomaría algunos cursos, diría elegantemente en su reporte, destinado a tranquilizar a mis padres: “Es incapaz de saber de lo que es incapaz: no reconoce sus limitaciones”.
Si le hubiera confesado a mi psicóloga que sé tejer, bordar, coser, cocinar, cuidar niños, y que tengo las manos suaves y delicadas, no quiero imaginarme el diagnóstico que hubiera escrito en su informe, sin duda se le hubiera deslizado la palabra “mayate”, y yo habría tenido que corregirle aclarándole que en michoacano se dice “chombo”.
En cuanto a formación, aunque sea cosa de putos y jotos, al menos aprendí a servirme de una máquina de escribir como la mejor de las secretarias, porque estudié taquimecanografía en Uruapan. Algún editor se quejó de que escribo demasiado. “Es que escribo con todos los dedos”, le contesté.
Mi agente literario de Estados Unidos, y escritora ella misma, siempre me pide, para asombrarse, verme escribir. Ella confiesa que le cuesta muchísimo esfuerzo, reflexión, investigación, maduración, días, semanas, meses, angustias, escribir alguna página. Yo, sin embargo, según ella, escribo como si una voz, una persona desde dentro de mí, me dictara; y mi agente me pone a escribir delante de ella para, como caza-fantasmas, atrapar la magia, captar el fenómeno, ver cómo es eso. Una vez que termina la sesión de escritura, me ruega que le explique cómo escribo, qué pasa en mi interior: yo le respondo siempre que lo único que yo sé es que me siento frente a la computadora, pongo las manos en el teclado, y las palabras empiezan a aparecer en la pantalla, así, sin más explicación, en diversos géneros literarios, sin que yo entienda otra cosa sino que mis dedos se están moviendo y que no puedo detenerlos, y que mis ojos se abren grandes, y mi cerebro está disfrutando, y goza al máximo.[15] Puede uno, si quiere, suponer que esa voz provenga de Dios o de alguna musa callejera, aunque no creo ni en Dios ni en la musa… sí, sí creo, necesito de la musa, escribo más cuando estoy enamorado, y es probable, o seguro, que sea ella la que me dicte lo que escribo, probablemente sea la mujer que todavía no he encontrado para que comparta conmigo parte de su vida, o probablemente sea mi madre, muerta hace ya tantos años. Pero así escribo, bajo dictado, sin pensar, sólo oyendo, y éste es un hecho que no quiero ni discutir ni juzgar.
Si busco algún propósito que haya animado mi escritura, recuerdo, en especial, uno: llevar al límite las posibilidades de la lengua. No al límite de ella, desde luego, sino al mío; al límite de mis posibilidades. No toda la lengua, (desde luego!, sino un sector, una parte que, siéndome clara, me ha enseñado difícilmente a ver.
XI Juegos de palabras y juegos con palabras
Sería fácil observar, a la ligera, que en mis escritos vagan los juegos de palabras. Quisiera corregir esta impresión: rara vez pongo en lo que escribo juegos de palabras.
Lo que procuro, lo que persigo incluir en mi escritura, son juegos con palabras. Exacta diferencia: los juegos de palabras, aun calando hondo, son chistosos, hábiles, sorpresivos, pero tienen algo de prefabricado; los juegos con palabras son siempre imprevisibles, se traen un encantador no-sé-qué, algo como muy cosa suya que ya ha dejado de interesarse en provocar la risa, algo que nunca ha sido prefabricado en esa dirección sintáctica o fonética, algo que puede perfectamente existir sin repetirse: sin haber sido previsto por la “normalidad” de la lengua literaria.
Dicho de otro modo: los juegos de palabras se localizarían en el campo de “la puntadas”, “las invenciones”, “las ocurrencias”; los juegos con palabras, se sitúan en el campo de la reflexión más regocijante y cruda: la que le hace preguntas —difíciles de ser posible— a la lengua, la que —con agudeza— coloca elementos uno al lado del otro, uno alejado del otro, a ver qué pasa, en la inconsciencia de desconocer el resultado, en la conciencia de provocar el escándalo. Mis libros Léerére, Niñoserías, Ir, volver, y que… darse, y Cómo perder amigos, son, para mí, un buen ejemplo.[16]
XII La letra, la palabra, y la frase
Probablemente escribo porque he querido saber de qué está hecha la letra cuando ya no es parte de la palabra. Cómo se des-con-cierta la palabra cuando se le quita una letra de la que ella —la palabra— se sentía dueña. He querido saber, sobre todo, esta respuesta: )quién es dueña de quién, la palabra de la letra o la letra de la palabra? Nosotros percibimos, terminada, lista para el uso, a la palabra, en sí misma, vieja en sus costumbres, renovada en su utilización: vieja en los años que tiene circulando, nueva porque acaba de aparecer en el instante de aire en que la oí (la diga yo u otro) o en el instante de espacio en que la escribo o leo.
Y yendo más allá: )quién subordina a quién? O, mejor dicho: )quién es parte de quién, la palabra de la frase o la frase de la palabra? )Quién se desintegra de su completitud al separarse: la palabra o la frase? )Quién gana más al unirse, la palabra o la frase? En suma —y me desentiendo de las respuestas ya dadas por la ciencia— )quién y cómo y por qué estructura a quién?
)Qué cambios hay en la existencia de un ser humano si la palabra vida se resbala en una ese, se rompe la ve, y se convierte en sida?
Es posible que estas cuestiones ya hayan sido resueltas por los lingüistas, pero mis asedios son literarios: no busco soluciones teóricas a problemas de la lengua real, persigo formas del artificio vueltas imagen mental en ese lenguaje de la ficción que llamamos literatura.
XIII Lo que se sabe y lo que se ignora
Siempre, cuando escribo, busco entender lo que todavía no comprendo, las cosas que ya no entiendo. Pero siempre, cuando escribo, también, busco no entender de manera tan completa como ya entendí, las cosas que desde siempre me he sabido ya dadas (hasta por mí mismo) por entendidas. Hay un doble juego en mi escritura: se escribe para aspirar a la significación, y se escribe para desembarazarse del lastre de la significación. )Al mismo tiempo? A veces sí; sólo a veces.
Hay, todavía, otro doble juego en mi escritura: el de fingir la broma donde no está, y el de nunca escribirse de manera ya vista. Aspiro, así, a lo imprevisto, y al juego que afortunadamente en la lengua está destinado a rebasar las fronteras del juego.
XIV La repetición y el aburrimiento
No es todo esto un programa determinado al que yo, sesudamente, haya decidido sujetarme. Proviene de un origen programático bastante simple: el aburrimiento. Todo lo que yo he escrito, toda mi escritura, toda mi actitud de escritor, se la debo al aburrimiento. Escribir, para mí, es huir del aburrimiento, cuya imagen más elemental, más perceptible y peligrosa, es la monotonía. No soporto escribir un texto de la forma, del modo, en que he oído en la lectura otro texto, o en la forma en que dicen en la escuela y en la universidad que se escriben “correctamente” los textos. Me aburre hacer lo que pienso que ya sé hacer. Ésta es mi verdadera bandera estética: Me aburre hacer lo que ya sé hacer.
Yo sería un mal chistosito de televisión, un muy mal sacerdote, y un pésimo político: me aburre tanto contar los mismos chistes, como re-emprender un mismo recuento de las mismas glorias y desgracias, como repetir los mismos discursos, las mismas fes, las mismas promesas.
Toda mi escritura no ha sido sino una constante huida del aburrimiento que me provoca la parejura de la lengua.
XV )Quién soy? )Quién soy yo?
No lo sé, sinceramente no lo sé. Alguna vez me definí a mí mismo como “ese veneno llamado Dante Medina”. Y, supongo que para contrarrestar el veneno, una amiga mía de la infancia, emocionadísima con mi definición, me dijo a los ojos a punto de caer en el orgasmo: “(Ay, qué tierno!”
Otros también tienen su respuesta, también más o menos hormonal. Dice el psiquiatra que soy un esquizofrénico de la escritura, dice el sacerdote que soy un poseído del lenguaje, dicen los bienpensantes padres de familia que no llevo una vida normal, dicen los empleados del fisco que soy raro porque pago muchos impuestos, dicen los que no me conocen que soy un presumido y arrogante,[17] dicen los que me leen en el periódico que escribo muy bien, dicen los que me oyen en la radio que mis palabras son sumamente sensuales, dicen mis amigos que bebo siempre, dicen mis familiares que soy un padre ejemplar, dicen mis amigas que soy un excelente amante, dicen mis socios que soy sumamente honesto para los negocios, dicen mis sobrinos que soy el tío ideal, dicen mis alumnos que soy un profesor culto y muy exigente, dicen los restaurantes que soy un buen consumidor, y dicen en los bares y cantinas de Guadalajara que soy un cliente muy divertido.[18]
Es cierto que siento tener en mí las personalidades de todos mis personajes, y cuando hablan su voz retumba en mi pecho mientras escribo; es cierto que escribo como si me dictaran, que hace ya muchos años que no me cuesta ningún trabajo escribir, sólo resiento placer, y oigo una voz que me dice lo que mis manos escriben en el teclado sin pasar por mi conciencia, y a menudo desconozco lo que “yo mismo” escribí; es cierto que no llevo una vida normal, y que ni siquiera puedo responder con seguridad a preguntas a las que otros responderían simplemente, como )qué hace usted, dónde trabaja, cómo se llama? Es cierto que pago muchos impuestos, porque trabajo mucho y en diversas cosas. Es cierto que parezco un presumido y un arrogante porque doy la impresión de que sé hacer muchos oficios, de que puedo enfrentarme a todo, de que me siento guapo e importante. Es cierto que escribo textos que le hablan de cosas personales a la gente, y que he hecho centenas de programas de radio, y en algunos he podido entrar en la piel de las personas, probablemente porque soy un aficionado al tequila, y porque llevo una vida de padre soltero en la que son importantísimos mis hijos, y seguramente hago el amor con deliciosa entrega y sé utilizar el olfato y el tacto, y nunca he hecho negocios donde engañe a quienes tratan conmigo. Cierto es también que adoro a mis sobrinos, porque soy el tío soltero al que recurren cuando algo en la vida les grita que tienen que pedir auxilio, y mis alumnos también entienden que como profesor me toca enseñarles la importancia de la responsabilidad. Eso no quita que en los restaurantes me reciban los meseros con amables sonrisas, en los bares de Guadalajara me traten bien, sin que ninguna persona sepa cómo es mi día, y ni siquiera se imaginen que la mayor parte de los días de la semana duermo solo, que adoro los viernes, y que los domingos no me deprimo.
Lo que más me gusta es escribir. Escribo siempre. Mientras duermo, mientras como, mientras conduzco, mientras camino, mientras me baño, mientras cocino, mientras hago el amor. )Desde cuándo escribo? Escribo desde que recuerdo que me habitó la lengua, desde que sentí que hablar era la forma más placentera, más armónica, más femenina, de estar en el mundo. Yo no aprendí a hablar, yo ya nací con la lengua. Pero )cómo escribo? )Y por qué, a ver, por qué? Escribo, ya lo dije, como si me dictaran, sin saber lo que sigue, sin tener la menor idea de lo que vendrá después; soy un escritor que no hace ni proyectos, ni planes, ni apuntes, ni borradores, ni varias versiones. Soy el primer lector de las historias que escribo, me apresuro a escribir para enterarme del destino que la lengua les ha preparado a mis personajes. Y escribo simplemente porque no puedo evitarlo, me es física y mentalmente imposible dejar de escribir, es —y no exagero— como si a mis ojos quisieran impedirles ver, a mis oídos oír, a mis pulmones respirar. Digo, simplemente, que escribo con la misma simpleza inexplicable con la que a los árboles les nacen hojas, a las plantas les florecen colores, y a las nubes el agua las hace cómplices para que nos refresque la lluvia. No estoy hablando de nada sobrenatural: nada es más natural en mí que escribir.
XVI Michoacán y lo michoacano en mi literatura
Cuando uno ha vivido en Michoacán no deja uno nunca de sentirse con el oído, el olfato, la lengua, y los ojos en Michoacán. Es como haber vivido con una buena pérfida mujer —Co-dependencia, que le llaman.
Lo michoacano se incrustó en mí de manera permanente porque a los cinco años mi madre y mi padre me emigraron a estos rumbos. Soy un producto del éxodo de las tierras infértiles del sur de Jalisco y un resultado de la búsqueda de la bonanza en las tierras irrigadas del Valle de Apatzingán. En Nueva Italia viví durante la primaria, que estudié un par de años en Uruapan con los maristas, donde seguí la secundaria en el Colegio Uruapan (en la calle Emilio Carranza) y el bachillerato en la Prepa Don Vasco. Ahí tuve a mi primera novia, mi primera bicicleta, y el primer eclipse solar de mi vida. No pocas cosas le debo a mi experiencia michoacana, y aunque Nueva Italia y Uruapan sean mis tierras adoptivas, las siento tan mías como si hubiera nacido en ellas.
Además de la biografía, dos características tiene lo que yo escribo que son de Michoacán: sus paisajes y mis recuerdos a los que vuelvo siempre, y —según dicen los críticos— el humor de mi literatura es michoacano. Hablo con nostalgia de Michoacán y río como michoacano. Ambas cosas desconciertan a los que se han acercado como estudiosos a mi obra, y dan qué pensar sobre “mi extraño humor” a los jaliscienses.
Permítanme una anécdota. Un buen día —porque era otoño—, mientras leía poemas en la New York University, noté en mi traductor algo raro. Se le atoraba algo en el momento en que llegaba a un poema dedicado a los puentes de Manhattan que yo creía clarísimo y transparente. )Que no ya, en Creta, Grecia, el ilustradísimo traductor de la biblia al francés, André Shouraqui, no había dicho ya que esos poemas a los puentes eran dignas parábolas de la comunicación humana?, elogiando aquel que dice: “Sin los puentes / seríamos / los salvajes / observándonos / de uno y otro lado del río.”[19], poema del que ponderó el origen etimológico y las funciones que caben en la palabra Pontífice. Sin embargo, en Nueva York, el traductor leía con un tal desconcierto que tuve que recurrir al original para ver qué pasaba. Leo el poema:
Para no mojarse
los puentes
se apelincan
sobre el agua
El traductor era excelente, lo aclaro. Pero ni era de Michoacán ni había estudiado en Michoacán. Y aunque el poema no parecía en absoluto difícil de traducir a él se le complicó una palabra: “apelincarse”. Regresé a Guadalajara y conté la anécdota. Todo el mundo me dijo que el traductor tenía razón, no yo. El verbo “apelincarse” no lo entiende nadie; es más: no existe. Entonces, dije asombrado, )qué es lo que hacen los niños chiquitos en Jalisco cuando quieren alcanzar los pinzanes y las changungas que están encima de la mesa y les quedan demasiado altas para su edad? “Se paran sobre la punta de los pies”, me contestaron. Pues eso es apelincarse, qué tontos son.[20] En Michoacán, los niños, en cuanto empiezan a caminar, e incluso antes, “se apelincan”, y alcanzan todo lo que quieren, y cuando se encamprinchan se “amonan”, ¿qué?, se ponen en cuclillas, pues, pa que me entiendan, ¿o necesitan más explicaciones?, que, por cierto eso en uruapense se dice: “¿o ocupan más explicaciones?”. Y, que le siguen: “A propósito, )qué carajos son las changungas y los pinzanes?”. Y, acordándome del traductor neoyorquino en aprietos, me puse amablemente michoacano, y les traduje, pacientemente: las changungas son los nanches y los pinzanes son los guamúchiles, los zitunes son zarzamoras, los chútaros son los jornaleros migrantes, subirse a alguien a las espaldas se dice llevarlo “amachi”; además, los ilustré y apantallé con mi pluralidad lingüística: en Michoacán las tunas o pitayas son “pitiris”, las ardillas se llaman “cuinicues”, a los tamales hay que decirles “uchepos”, a los cocoixtes “timbiriches”, al bastón “bordón”, a la leche recién ordeñada con chocolate y azúcar se le dice “paloma” y no pajarete, y la moronga del DF que es la morcilla en España, se llama “zóricua”; y si todavía no tienen llenadero, váyanse imponiendo a entender que “parientitu” quiere decir amigo mío, cuate, mano; y “circunvalación” significa autobús urbano, y autobús foráneo se dice “galeana”; cerdo o marrano se dice “cuchi”, guajolote se dice “coruco”; “después de las doce del día” se dice “de mediodía para abajo”, “cosechar” se dice “pizcar”, traer una amante o una movida se dice “tener un venadito”, y los “percances” no son los imprevistos ni los imponderables sino que son una tripitas fritas sabrosísimas que se comen, y el “aporreadillo” no es cuando uno está “cansadillo”, y las güilotas no son tampoco las mujeres públicas y fáciles de “allá abajo”, las de rumbo al Cablote en Nueva Italia, sino unos pajaritos deliciosos que vendían, con enchiladas si se las pedía así, Las Coronelas; y en la tarde, en lugar de ir a la nieve, uno iba a los raspados con La Güera Chencha, donde uno se daba cita con la muchacha que quería para su mujer, en cuanto solicitara su mano o se la robara; y en Nueva Italia, cuando uno quiere decir “no jodas”, “no molestes”, “estás loco”, “ni lo pienses”, uno dice, nomás, categórica y drásticamente: “culo contigo”…[21] y ya no le seguí porque me pararon la lengua, no sin antes haberles probado a mis amigos que, decididamente, hay mucho Michoacán que corre por mis venas.[22]
Y ya ni qué decir de Uruapan: cómo explicar el sabor de la cebadina, el agua de papa, los chapos, las corundas, el atole de grano, las aguácatas, el pozole de jabalí, las langostas con frijoles refritos, los uchepos, los buñuelos, el guaraz, el café, el plátano con hueso, los timbiriches, las tarecuas, las nieves de Don Genaro, los tacos y tostadas de Isidro a la entrada del cine Tariácuri, las tortas de Queta en el primer portal, el pico de gallo de Don Miguelito, las papitas de Don Papas, las changungas borrachas de Don Chava, los charros de Don Marcianito, el menudo de Doña Reina, y la morisqueta de Doña Vence acompañada con una canela con piquete, por allá por el lado las “muchachas malas”… O, ya que andamos por ese rumbo, otro manjar: las muchachas del lenón Margarito Vargas, donde bailaba estupendamente tap el flaquísimo Catarinito. Eran tiempos de Chabela la Loca, El Fitos, Baldomero, El Muéganos, La Raspa, Don Guty, el Cuyo, y El Remache: bolero, cuetero, y borrachín; tiempos también de El Pípila, Don Pico, El Remache, La Guaricha, Pancho El Gritón, El Chicles, El Muéganos, La Quintos y La Siempreviva, ¡ay la Siempre Viva!, mala-mujer tan buena que arrasaba con la virginidad de todos los preparatorianos. Por cierto, y aunque no venga a propósito: yo tengo plantados changungos en mi casa de Guadalajara.
No podría consignar cada uno de los pasajes de mi obra donde aparece Michoacán: Uruapan, Parácuaro, Lombardía, Nueva Italia, Pátzcuaro, Morelia-Valladolid-Guayangareo, y otros lugares. Lugares en los que, buscando una cosa hallé otra, al igual que el michoacano José Rubén Romero, autor de Pito Pérez, quien dice en un poema:
Buscando huevos de gallina
por los rincones del granero
hallé los senos de mi prima.[23]
XVII Uruapan en mi obra literaria
De lo que he publicado, y no de lo aún inédito, tomaré algunos ejemplos que prueban lo que digo. Pondré algunos ejemplos, porque me parecen más explicativos que mis explicaciones, y porque quiero evitar, púdicamente, es decir “a la michoacana”, seguir hablando de mí mismo, cosa que a los de Michoacán se nos dificulta mucho aunque seamos, como somos, expertos y duchísimos en hablar enormidades de los demás. O sea, pues, que somos chismosos, y lo digo pa que luego no anden ustedes diciendo a mis espaldas que eso fue lo que quise decir pero no lo dije.
En Tola,[24] mi primera novela, escrita en 1977 y publicada en España en 1987, parece no haber muchos rastros de mi pasado michoacano, temáticamente. Aunque, dicen los que saben, hay un flujo lingüístico que no corresponde a la parquedad magistral de los escritores de literatura jalisciense. Cito tres ejemplos:
1
Yo para despistar opiné lo mismo esa noche de cualquier manera iría a casa estaba algo cohibido por mi ropa de aquel día pretendiendo vestirme a la bohemia informal con camisa vieja pantalones levis desteñidos guaraches de Tonalá un collarcito de Uruapan adaptado para gargantilla me suponía ridículo en la esquina de Chapultepec y Montenegro[25]
2
¡cállate estás hasta la Calzada de piojos cabrón Tláloc ¡miren no me cree que la quiero un chingo ¡eh pinche Tláloc eres corrientito como las galletas de animalitos corrientito como los jarritos de Tzintzuntzan[26]
3
Padrino ¡cómo no entonces dime por qué Tchaikovsky para la interpretación de la 1812 incluyó una nota después de cada cañonazo sonido que debía producir el impacto de la bala en la cúpula del teatro nos alteran las obras los ineptos Dengo pss no se apure Padrino deduzca los ahorros de destruir teatros góticos neoclásicos barrocos irreconstruibles vea lo que costaría una luneta abandone esas ojeras la pipa no le va bien mire vaya escoja una cascada y escuche el silencio de la alegría del agua que ningún director puede profanar con su batuta ¡mamacita ¡capullo floreado ¡rocío existencial arranca Dengo dócil caballo tras la nenita que con un gesto lo contenta y eleva no más Padrino seriamente a agencia de viajes un lugar para las Cataratas del Niágara o a Virginia Falls algo más grandioso que la Tzararacua oír el gran silencio apaciguar el espíritu y que empaquen mis libros de música y las partituras de óperas Padrino retrocediendo a los quince años una cabaña nada de discos cerca a la cascada salgo pronto encárgate de todo,[27]
En Cosas de cualquier familia,[28] mi segunda novela, escrita en 1980 y publicada en España en 1990, una lejana infancia y una cercana adolescencia michoacanas invaden la novela. San Juan Nuevo Parangaricutiro, con sus innumerables comidas cerriles y pueblereñas: la Tierra Fría de Michoacán, con sus chapos y camotes del cerro; Nueva Italia y Playa Azul, la Tierra Caliente de Michoacán, con sus morisquetas y sus hojas tiernas de ciruelo con sal. Cito un fragmento:
(Tal como los lectores los recuerdan, igualitos, exactamente niños casi jóvenes, muy bien imaginados por ciertos, mis amigos. Mis amigos y nuestras andadas cerro abajo, descalzos, rasguñando la tierra polvosa y caliente del Valle de Apatzingán, los mismos que comieron hojas de ciruelo, zacate, chapos, pájaros y futuro. Trompos mal parados y canicas astilladas, daca, presta, y rapidez digital esta atrapar esa pompa de nube que simulaba expulsar el gigante cachetón del viento. Pasar por el surco y la breña, capeando la espina filosa capaz de desnudar de los dedos el bombacho calzón rojo, apretar, el algodón, pesarlo en la romana del dueño, contar centavitos.) […] A cortar limón, espinarse, calcularle a la sombra y al olor de los azahares.) de los azares cuyo olor es más fuerte premonitorio vinolentus (Pesarlo, cobrar otros dineritos. Se venía el tiempo) cierto el tiempo, siempre viene nunca vamos a él espera agazapado la presa caernos encima (de la calza de melón, entregaban unas canastitas de tejido de plástico que uno ponía debajo de la bola del melón para que el agua y la tierra lo dejaran dibujarse su figura. Cogíamos por surcos y nos pagaban por día.) […] (Al mango casi no nos gustaba ir porque cuidaban muy bien que los chiquillos no se los comieran. La bellota-niña del algodón sabe jugosa, agarrosita, y se siente en la boca como si se hiciera un bocado con espuma de mar. Aunque no nos dejaban, la flor de los limoneros también nos la comíamos, y los limones pelados y chupados, y las bolitas chiquitas cuando apenas está por nacer el limoncito, Lo peor era comerse los melones tiernos, que dizque se sala la huerta; si nos hallaban en eso recibíamos golpiza del mayoral.) comíamos comíamos comíamos con mis amigos.[29]
En La Dama de la Gardenia,[30] novela dedicada a la Guadalajara urbana, que publiqué en el Fondo de Cultura Económica en 1992, apenas se me aparece Michoacán, una vez. Cosa explicable porque no se trata de una novela de mis lejanos recuerdos reales transformados, sino de mis recientes recuerdos inventados.
En Sólo los viajeros saben que al sur está el verano,[31] mi libro de mayor nostalgia puesto que habla de mi estancia en el extranjero, publicado en 1993, aparece Michoacán, sobre todo con Uruapan y Nueva Italia, en 5 de los 40 capítulos, que ocupan 31 de las 253 páginas del relato.
Cito un capítulo, el 23. Hago, antes, un recuento del periplo. Se trata de un libro de viajes por buena parte de lo que antaño se llamaba los Países del Este. Los personajes, Dante y Dulce, salen de orillas del Mar Mediterráneo, de una ciudad entre Niza y Barcelona, en un viejo auto, para realizar un viaje que pasa por el norte de Italia, casi toda la costa de Yugoslavia; atraviesan Bulgaria hasta el Mar Negro, pasan cerca de la frontera de Turquía, bajan por toda Grecia hasta el Peloponeso, toman por mar hasta Brindisi, en Italia, y recorren toda la península, tocando Roma, para llegar de nuevo al punto de partida. En este capítulo 23, en plena mitad de la narración que, como dije, tiene 40, los personajes están en Sofía, la capital de Bulgaria. Leo.
Visitamos pues, a nuestro grado y libertad, Sofía. Vagamos por la Catedral Ortodoxa —nos abordan en varias lenguas: )venden dólares, venden marcos, venden francos?—; la flama eterna del soldado desconocido; el cinco estrellas Balkantourist, monopolio del turismo en Bulgaria, el lujosionario Balkan Sheraton Sofia; la Galería de Arte Nacional (rica en trajes, costumbres, etnografía y folclor); las diversas iglesias de las más disímiles religiones, bellas todas aunque nadie las profese; el Edificio del Partido, igualito a los que filma el cineasta que produjo el 1984 de Orwell; la Oficina de Migración con enormísimas colas de enturbantados, agitanados, marginalizados de provincias que antaño eran simplemente balcánicas; las tiendas, los edificios moresquinos, las aguas termales que brotan por toda la ciudad, las catacumbas en pleno centro (como si uno entrara a un pasaje subterráneo comercial o al metro que Sofía no tiene), los almacenes, y esa gloria modesta de Bulgaria: la Boza, una bebida blanquísima, quizás de grano con agallas de arroz, espesa, superagradable en la necesidad de un refresco veraniego, que vendían “en cada esquina”.
Vale el viaje La Boza a Bulgaria, como lo vale a Pátzcuaro la nieve de zapote, a Uruapan el agua de papa, a Cherán el atole de grano, a Juchitán el guxaru (literalmente “raíz que vuela”: chapulines secos con sal), al D.F. la cocina prehispánica de la “Fonda Don Chon”, a París el restaurant “La tour mandarin” de la calle de la Opéra, a Bretaña las crepas de Chez Angèle (Ti Cuz, en Bretón) en Pont Aven, a Amsterdam la cocina india del “Akbar” (Korte Leidsedwarsstraat 33-35), vale el viaje el cuscús de cualquier fonda callejera de la ciudad musulmana de Fez, lo cualquierísimo del cocinero de “La Vianda” en Guadalajara, y del cocinero del Hotel Francia de Aguascalientes, y supra tutto la ensalada de berros del restaurant “Papillon”[32] de Uruapan, Michoacán (Madrid 14, tel. 3-43-80).[33]
En otra parte del relato, mientras los viajeros y personajes estamos en Dubrovnik, antigua Yugoslavia (que no sé cómo se llama ahora, porque la buena geografía que estudié en el Don Vasco me la destruyó la Historia), otro recuerdo de Uruapan:
Freía aquello en nuestro camping-gas, cuando a Dulce se le ocurre apelar al infortunio: ¿y limón?
—¿Cómo quieres —me reprochaba infeliz— que yo coma algo sin limón?
Algo sin limón que, además (arduo descubrimiento), no tenía —porque nosotros no teníamos (¿olvido el basurero de Rieja?)— sal.
Recurrimos a nuestros vecinos suizos que resultaron emigrados yugoslavos que regresaban de vacaciones a su país. Perdimos el tiempo dibujando escritorcitos, mesitas, libritos, caminitos, metros, relojitos con horas, etcétera, para explicar nuestras mutuas ocupaciones y horarios que supongo no servían de mucho porque el café de Uruapan que les mostramos, el olor que olieron, el sabor que se apresuraron a catar, habían ya establecido una eterna amistad aureoleada de paces y concordias.[34]
En mi libro Ciudades de por sí, publicado en 1997, tengo un cuento que se titula nada menos que “Olvídate de Uruapan, brother”,[35] que había sido reproducido antes en inglés, en 1992, en el libro New Writing from México, de Chicago, con el atinado título de “Forget Uruapan, Hermano”.[36]
Y, finalmente, en mi libro de ensayos Los placeres de la lengua, publicado en 2001, hay un artículo sobre Uruapan titulado “El árbol del pan, la homeopatía, y el jabalí”,[37] que le dedico al uruapense de cepa Rogelio Figueroa, tan uruapense que vivía nada menos que en Los Portales.
Aquí acaban las referencias que citaré hoy relacionadas con Uruapan. Como buen michoacano, soy hablador, pero no hay que exagerar. Así que antes de despedirme, sólo les ruego que me permitan un recuerdo más y una nota emotiva:
XVIII Pido perdón por haber fracasado
Fácil es decir, repetir, lo que uno le debe a una institución educativa, o que, como decía Juan José Arreola: “Uno es de donde hace la preparatoria”, deudas impagables que se llevan hasta la tumba en un altar privilegiado del corazón. La Prepa Don Vasco fue mi casa, mi refugio, mi fuente de agua de beber. Y que la Universidad don Vasco se acuerde de un alumno que ni siquiera sabía pronunciar la “rr” (y que nunca aprendió), de aquel muchacho frágil y tímido que fui, bajito porque ingresé a sus aulas a los 14 años, y me invite a su alta tribuna, rebasa toda generosidad. Eso venía pensando al volante, al adelantar Pátzuaro, porque ya olía a Uruapan. Y vi la imagen de mis compañeros, en una foto en blanco y negro, en la colina de uno de los jardines, y vi muchos rostros, y pocos nombres, muy pocos, porque lo que yo recuerdo son caras, actitudes, personas, compañeros.
Llegando a Uruapan, lo que me recibe es mi prepa, a la izquierda, con esos árboles frondosos que yo vi plantar de niños, y esa calzada cuesta arriba donde tanto aire de las 7:55 de la mañana consumieron mis pulmones porque yo odiaba llegar tarde a clases. A la derecha, estaba la cancha de basket donde, a falta de otro ingenuo, me tomaron de víctima a mí, ¡a mí que jamás he practicado otro deporte que el ping pong que jugábamos en CENCOS!,[38] para que entrenara y representara al Don Vasco en la competencia estatal de salto de altura; en una semana de heroicos entrenamientos, conseguí saltar más arriba de mi estatura y, en lugar de premiarme, como yo esperaba, me mandaron a competir a Morelia, sin duda los profesores, ingenuamente, pensaban que un estudiante que en el mundo del cerebro sacaba notas altas en literatura y sociología e historia, tendría sangre de campeón en el mundo físico, por aquello de “mente sana en cuerpo sano”, pero ay, ellos ignoraban que el charanda y el tequila de todas las noches en las serenatas interminables de afuera de mi casa, en la calle Manuel Ocaranza, no eran buenos consejeros para un deportista. Fui a competir, más que en mi nombre, en el nombre de Dios, con la bendición de mi madre que me miró con una ojeada que quería decir: “¡Ah qué m’hijo tan bueno pa los desfiguros!”. Ella, tan tolerante, que jamás le pareció que desfiguro fuera las vergüenzas que sufría, con la frente en bajo y todo el rojo de los chapos en la cara, cuando les vendía a mis compañeros de prepa largas bufandas blancas que las tiendas no ofrecían, a la moda hasta las rodillas del cantante Raphael, y que yo mismo tejía, para ganarme unos pesos necesarios para libros y libretas. Y mi prepa, generosa como siempre, nunca me cobró impuestos por este comercio clandestino. Fui, aterrado, a la competencia y obtuve un decimotercer lugar estatal en salto de altura sin percha, con glorioso récord de 1.38 mts. Así que no dejé muy en alto el nombre de mi Preparatoria Don Vasco. Pero no es mi culpa, si lo que yo quería era ser escritor, y hasta había publicado un poema, un soneto, en el periódico oficial de la escuela, que dirigía un compañero pequeñito y audaz que tenía cejas de gnomo irlandés.
De qué tamaño será mi agradecimiento para la Universidad Don Vasco, si confieso que yo pude estudiar aquí gracias a una beca. ¡Menuda y arriesgada apuesta hicieron! Pido perdón por no haberles dado un deportista, como los profesores de entonces hubieran querido. Les he dado lo que pude: un escritor. Espero que no se sientan defraudados, y que no piensen que en esta segunda oportunidad también perdieron la apuesta.
Para despedirme, me acojo a dos próceres michoacanos: Uno, del siglo XIX, que dijo: “en todo el relato puede encontrarse algo cierto y bueno”; gracias, por este apoyo, Licenciado Eduardo Ruiz.[39] Otro, del siglo XVI, que dijo esta frase contundente que yo tomo para mí y para mi biografía: “Más vale algo que nada”;[40] gracias, muchísimas gracias Don Vasco de Quiroga por estas palabras de aliento, muchas gracias, Tata Vasco.
Gracias, señor rector, gracias autoridades de la Universidad Don Vasco, gracias ex-compañeros de secundaria y preparatoria, gracias uruapenses, gracias compitas míos, gracias paisanos.
[1] Conferencia Magistral leída en el auditorio Manuel Romero, de la Universidad Don Vasco, en Uruapan, Michoacán, el 29 de agosto de 2013. Para la presente publicación en la revista Letra Franca, este texto ha sido revisado en junio de 2016.
[2] Freud, Sigmund, Tres ensayos sobre teoría sexual, Madrid, Alianza Editorial, 1973. Ramírez, Santiago, Infancia es destino, México, Siglo XXI Editores, 1979.
[3] Medina, Dante, No me agradezcan la visita, Huelva, Islavaria, 2008.
[4] Storm, Marian, Disfrutando Uruapan, Morelia, Impresora Gospa, 2012. Traducción de Carlos García Trejo. P. 63.
[5] Medina, Dante, Io sono don Juan, per servirla, Faenza, Mobydick, 2012. Traducción de Gloria Bernabini.
[6] De la conferencia “Chi sei tu, Dante Medina?”, leída en Siena, Italia, en la Facoltà di Lettere et Filosofia, el 17 de marzo de 1999.
[7] En aquella época, la periodista Stella Soldani publicó un artículo titulado “Don Juan o Latin Lover?” donde me describe así: Avevo capito che viveva sotto una stella timida e malinconica, e un tantino enigmatica, ma ero convinta che i suoi occhi lasciassero libera una bella luce piena di una gran voglia di vivere in modo gioioso. […] E l’atipica conferenza che Dante Medina, […] mi ha confermato che eravamo di fronte ad un uomo molto speciale. […] Devo dire subito che Dante Medina è un uomo di profonda ironia, quindi spesso non è facile capire se sta dicendo la verità o ci sta prendendo un po’ in giro. (Había comprendido que vivía bajo una estrella tímida y melancólica, y un poquito enigmática, pero estaba convencida de que sus ojos liberaban una bella luz llena de un gran deseo de vivir de manera gozosa. […] Y la atípica conferencia que Dante Medina, […] me confirmó que teníamos frente a nosotros a un hombre muy especial. […] Debo decir de inmediato que Dante Medina es un hombre de profunda ironía, por lo que a menudo no es fácil comprender si está diciendo la verdad o nos está tomando el pelo.)
[8] Rulfo, Juan, Toda la obra, París / México, UNESCO / FCE, Colección Archivos, 1996, 2da, ed. Edición crítica de Claude Fell. P. 447.
[9] Que algunos extranjeros a la zona llaman “Queso Cotija”.
[10] Hablo en serio. Miren los lectores si no: Agraz García de Alba, Gabriel, Doña Marina, Malintzin o “La Malinche” nació en el antiguo reino de Xalisco, México, Edición de autor, 1984. Pero no sólo lo afirma este autor: “En principio, Carlos María de Bustamante corrigió la ortografía de Viluta, escribió Uiluta y añadió que el lugar se llamaba ‘Huilotlan’, que quiere decir, lugar de tórtolas o ‘junto a las tórtolas’. García Icazbalceta supone que debe de tratarse de ‘Jilotlán, en el partido de Zapotlán el Grande, distrito de Sayula’. Herrera también se inclina por esta versión jalisciense: ‘su tierra era hacia Xalisco, al poniente de México’; la repiten Las Casas, Landa, Muñoz Camargo y Torquemada. El historiador jalisciense De la Mota Padilla dice que abraza la opinión de Herrera, ‘como que redunda en glorias de la Galicia’”. (Martínez, José Luis, Hernán Cortés, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 164).
[11] Dicho sea en serio, como lo digo en el libro Los Fundamentales (Autlán, CUCSur, 2015), página 105: Cuyo título original es, simplemente, Commedia. Boccaccio, probablemente el primero, le dio el epíteto de “Divina”, que luego fue adoptado por los editores (la usa ya Ludovico Dolce, quien la publicó en Venecia en 1555). Dar el nombre de “comedia”, que nos desconcierta tanto, a una obra terrible, profunda, y dramática, los explica el propio Dante Alighieri en su “Epístola al Can Grande della Scala”: merece el nombre de comedia, dice, porque es una historia que “comincia male e finisce bene” (“empieza mal y termina bien”) con el famosísimo verso último: “l’amor che move il sole e l’altre stelle” (“el amor que mueve el sol y las otras estrellas”).
[12] Además, en Alighieri “Dante” ni siquiera es su nombre, es un apócope de “Durante”: él no se llamaba Dante sino Durante, mientras que yo, yo sí me llamo Dante.
[13] Hay un libro de Ezio Cusi que cuenta la historia de esta migración italiana a la región de mi infancia, encabezada por Dante Cusi, originario de Brescia y Comendador de la Corona de Italia; el libro se titula: Memorias de un colono (México, Editorial Jus, 1955). Los primeros colonos se instalaron en una propiedad que abarcaba desde las tierras templadas de Lombardía hasta la Tierra Caliente de Parácuaro, en el Valle de Apatzingán, donde agrónomos traídos especialmente de Italia, comandaban a 1,200 trabajadores que se ocupaban de nada menos que 64,000 hectáreas. Para darnos una idea de la superficie, podemos compararla con los 2’299,000 de hectáreas que tiene La Toscana.
[14] Me refiero a la frase de su cuento “La Intrusa”: “Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos.”
[15] Una vez, encontré por las calles de Guadalajara, era martes, a un querido amigo, músico, Bernardo Colunga, y me preguntó, con sencillez: “)Qué estás haciendo?”. Le respondí, con irresponsabilidad y entusiasmo: “Acabo de terminar una obra de teatro sobre Don Juan”. “Hombre, qué padre —me dijo—, tenemos que leerla, los amigos, y los miembros de La Fundación Don Juan. Yo organizo todo. Yo aviso a todos, la leeremos a varias voces, en casa de mi novia Teresita. Los invitamos a cenar a todos. Bueno, me voy, tengo mucha prisa, entonces nos vemos el viernes, a las ocho de la noche”.
Muerto de miedo y henchido de adrenalina, me fui a mi casa, estupefacto, decidido a convertir en verdad la mentira que acababa de cometer. Y me senté a la computadora. Al día siguiente, miércoles 1 de noviembre de 1997, seguía escribiendo mi obra de teatro Yo soy Don Juan, para servir a usted, que, efectivamente, imprimí el viernes por la mañana, y fue leída a varias voces, después de la cena, en casa de Teresita Aguilar, como —según decía la invitación—: “Estreno Mundial de la Lectura Dramática”, y fue grabada por David “El Negro” Guerrero de Radio Universidad de Guadalajara.
[16] Léérere, “Manual para hispanoandantes”, México, SEP / CREA, 1986. Con una Presentación de Juan Rulfo (Segunda edición: México, UNAM, 1992). Niñoserías, México, Alianza Editorial, 1989. Cómo perder amigos, Colombia, Ediciones Casa de las Américas (Col. Arte de nuestra América), 1994. Ir, volver y… qué darse, Madrid, Alianza Editorial, 2003.
[17] En algunos círculos de Guadalajara se me conoce como El Padre Dante, no por mi gran catolicismo, sino porque este apodo, abreviado, se oye “El PeDante”.
[18] Recuerdo que, en 1992, en el Perú, hacia el final del “Coloquio Internacional César Vallejo, su tiempo y su obra”, el chileno Mauricio Ostria propuso, en público, solemnemente, que se me declarara Invitado Perpetuo a Todos los Coloquios, Encuentros, Congresos, y Todo Lo Demás. Yo me sentí orgulloso, alegrándome de que mi ponencia sobre César Vallejo hubiera causado un tal impacto. Pero luego agregó: “Sí, pero que se le invite como payaso, porque nos ha hecho reír a todos, nos ha divertido muchísimo”.
A pesar de estos duros golpes de la vida, sigo siendo escritor, aunque he considerado la posibilidad de alquilarme como payaso en alguna de esas reaccionarias, aburridas, centenarias, universidades donde se toman, falsamente, la literatura en serio, con maestros que creen en la lengua como en Dios Padre.
[19] Medina, Dante, Maneras de describir a ana / El agua, la luna, la montaña y los puentes, México, Conaculta / Instituto Coahuilense de Cultura, 1995. P. 124.
[20] Ni “apelincarse” ni “pelincarse” están en el extraviado Diccionario de la Irreal Academia de la Lengua.
[21] Y eso, sin contar que, en Nueva Italia, aprendí a “cucharear”, pero como eso ya es gestual y no lingüístico, mejor no lo cuento… por hoy.
[22] Algunas de las palabras de este párrafo no son exclusivas de Michoacán.
[23] Romero, José Rubén, Obras completas, México, Editorial Porrúa, 1975 (4ta. Edición), p. 7.
[24] Medina, Dante, Tola, Barcelona, Editorial Tusquets, 1987.
[25] Op. cit., p. 69.
[26] Íbidem, p. 125.
[27] Íbidem, pp. 164-165.
[28] Medina, Dante, Cosas de cualquier familia, Barcelona, Editorial Tusquets, 1990.
[29] Op. cit., pp. 159-160.
[30] Medina, Dante, La Dama de la Gardenia, México, Fondo de Cultura Económica, 1992. (Segunda Edición: Guadalajara, Secretaría de Cultura de Jalisco, 2015).
[31] Medina, Dante, Sólo los viajeros saben que al sur está el verano. “Un viaje por Francia, Italia, Yugoslavia, Bulgaria y Grecia”, México, Alianza Editorial, 1993.
[32] Pregunte por Elsa, y diga que es de mi parte. No diga, como el Larry de la computadora, en que la frase de entrada al burdel inscrita en el mingitorio es la clave “Ken sent me”; diga, simplemente, “soy amigo de Dante”, aunque no me conozca, y le reservarán una mesa. De otro modo no va a encontrar lugar. Para el plato fuerte le recomiendo el pámpano, y de postre Cerezas Yubilet flameadas con licor de casis, Grand Marnier, Controy y Coñac. Ah: los berros son cultivados en su propio ojo de agua en las aledanías del río Cupatitzio. Lada 91-452.
[33] Op. cit., p. 50.
[34] Íbidem, p. 109.
[35]Medina, Dante, Ciudades de por sí, Monterrey, Ediciones Castillo, 1997, pp. 102-108.
[36] Medina, Dante. “Forget Uruapan, Hermano”, en New Writing from México, Chicago, TriQuarterly and Northwesstern University, 1992. Edición y traducción de Reginald Gibbons, pp. 226-231.
[37] Medina, Dante, Los placeres de la lengua, Guadalajara, Editorial Ágata, 2001, pp. 42-46.
[38] Centro Nacional de Comunicación Social. Nuestra sede, abierta a los alumnos, con clases de italiano y de guitarra, y mesas de ping pong, estaba en una hermosa casona de la calle Ocampo, en pleno centro, que fue destruida para construir el Hotel Plaza.
[39] Ruiz, Eduardo, Michoacán. Paisajes, tradiciones y leyendas, Morelia, Morevallado Ediciones, 2000, p. 14.
[40] Quiroga, Vasco de, La utopía en América, Madrid, Dastin, 2003, p. 87.