1 octubre, 2016

El México de la impunidad Una nación en riesgo III: Leopoldo González

El México de la impunidad
Una nación en riesgo III

Poner gente a que haga valer la ley
con el propósito de que no la haga valer
es algo muy atractivo para los políticos.
Alex Rose

Por Leopoldo González

 

 

En materia de creación de sistemas normativos, mecanismos e instituciones para inhibir y abatir la corrupción y la impunidad, México quizás debería orientar sus esfuerzos, de aquí en adelante, a un reajuste o rediseño de la forma de Estado que tenemos, en pos de darle forma y articulación jurídica, orgánica y política a una Fiscalía General de la Nación que se encargue de realizar y garantizar las tareas e imperativos de transparencia, acceso a la información, fiscalización, rendición de cuentas, denuncia anónima, ética en la función pública y combate a la corrupción y a la impunidad, con un propósito noble, bien definido y bastante sencillo: hacer que el diseño jurídico de la nación sea respetado por todos y que la ley sea aplicada -sin distingos ni concesiones- para todos, en busca de darle una viabilidad y una funcionalidad distintas a nuestra democracia.

 

La rebelde realidad no sabe de leyes e instituciones

Es un hecho evidente que nuestro país, entre fines del siglo pasado y lo que va del actual, ha invertido esfuerzos importantes y puede anotarse grandes logros en la creación de iniciativas de todo tipo, destinadas a dar forma a instancias y órganos de gobierno para combatir la corrupción y la impunidad, pese a que su ineficiencia y su falta de eficacia operativa han permitido -como revelan incontables estadísticas- que el universo de los delitos contra la función pública se haya incrementado exponencialmente.

        Todo el conjunto de leyes, códigos, ordenamientos administrativos y decálogos sobre contraloría gubernamental, transparencia en la administración pública, adquisiciones y contratos del sector público, acceso de los ciudadanos a la información, auditoría pública, rendición de cuentas, fiscalización superior, coordinación fiscal y armonización contable -incluidas sus reformas tanto a nivel federal como estatal- de las cuales las legislaturas federales y locales aprobaron poco más de 190 entre 2004 y 2016, lo que buscaban era ampliar, innovar y consolidar mejores instrumentos de transparencia, vigilancia y control sobre el uso de recursos públicos, al tiempo que planteaban una disminución drástica de los delitos de empleados y de funcionarios públicos contra el Estado, no obstante que, como apunta el especialista en materia de soborno y cohecho W. M. Reisman, “cuanto más prescripciones haya, más desviaciones podrá haber”. El último gran esfuerzo en este sentido, y el primero de origen civil y popular en su género (que coincidió con el escándalo del despacho Mossac Fonseca y los Panamá Papers, en el que estaban involucrados 33 mexicanos), fue la iniciativa ciudadana de la Ley 3 de 3, propuesta al Congreso de la Unión por Eduardo Bohórquez, director de Transparencia Mexicana ™, con el respaldo de las firmas de poco más de 634 mil mexicanos, que mediante reformas a diversas leyes y códigos incluía la creación de la Fiscalía Nacional Anticorrupción (FNA), la obligación para los funcionarios de presentar una Declaración Patrimonial con carácter público (sujeta a revisión aleatoria y a castigo del titular en caso de falsedad), la presentación de una Declaración de no Conflicto de Interés y la de una Declaración de Impuestos por los servidores públicos, además de un sistema de estímulos que alentaba y premiaba la denuncia ciudadana de actos de corrupción comprobables, cuyo propósito esencial no era otro que dotar de mejores leyes e instituciones y dar verdadera rigidez y eficacia al combate a la corrupción en México. Fuera del hecho de que el país, al ser aprobada una reforma menor en el Congreso (sujeta de varias acciones de inconstitucionalidad), perdió una oportunidad histórica para iniciar un cambio de fondo en la materia, el ejercicio no fue ocioso y la idea no tiene desperdicio: cuando cesen o sean ordenados los ruidos de la coyuntura, la iniciativa podrá ser revalorada, retomada y perfeccionada con nuevos bríos, pensando en que de ella -y de una similar para el combate a la impunidad- podría depender el que se pueda llenar de nuevos contenidos la vida nacional.      

        Algo parecido al boom de creación de leyes, códigos y reglamentos para el combate a la corrupción y a la impunidad, y como una consecuencia lógica, ha venido ocurriendo con la creación de organismos constitucionales autónomos, instancias, dependencias, institutos y comisiones -tanto de carácter federal como estatal- destinados a inhibir, investigar, combatir y castigar actos de corrupción e impunidad. Es el caso de la Ley de Fiscalización Superior de la Federación, promulgada en el año 2000, que crea y da nombre a la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y la dota de autonomía técnica y de gestión; de la Secretaría de la Función Pública (SFP) creada en octubre de 2002 para absorver y asumir las facultades y atribuciones constitucionales de la anterior Secretaría de la Contraloría General de la Federación (SCGF), relativas a fortalecer las funciones de vigilancia y control de los actos gubernamentales; del Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI) creado en 2002 para garantizar a los ciudadanos el derecho a la información pública gubernamental, el cual fue sustituido en mayo de 2015 por el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), con el objeto de colocar a los hombres del poder y a la función pública frente al ojo avizor y el escrutinio de los ciudadanos. Al mismo tiempo que esto ocurría en el ámbito federal, en la gran mayoría de las entidades del país se aterrizaban y concretaban diversas formas de articulación orgánica e institucional, tales como tribunales de justicia administrativa (emulación del Tribunal de Cuentas de España), institutos, direcciones, comisiones ejecutivas y oficinas de atención al público, con la encomienda de llevar adelante políticas de control, vigilancia, investigación y limitación de los excesos y abusos del poder.

        En esta materia, tenemos que ser cuerdos y admitir que algo se ha logrado, pues ni todo el país es una alcantarilla efervescente de corrupción ni todos los mexicanos acusan los síntomas del autismo de la impunidad. Algo que puede darle motivación y asideros al optimismo público, quizás hasta para contrarrestar el “mal humor social” que recorre la piel del país, es el hecho de que aún permanece viva en nuestra sociedad la capacidad de indignación frente a la política de manos sucias y el que diversas instancias federales y estatales, en los meses recientes, hayan decidido poner coto -como diría sabrosamente un hombre de pueblo- a quienes “creyeron encontrar las tetas del erario como senos de recién parida”, succionando a placer la magra masa presupuestal y luego intentando asegurar -con fintas mediáticas y demás- la impunidad para sus estafas y fechorías. Es el caso del exgobernador de Nuevo León Rodrigo Medina, del gobernador saliente de Chihuahua César Duarte, del gobernador saliente de Quintana Roo Roberto Borge y del gobernador saliente de Veracruz Javier Duarte de Ochoa, que después de cometer actos de corrupción en su administración y luego de intentar usar a sus congresos locales para ocultar información, encubrir “trinquetes” y generar leyes e instancias de fiscalización a modo[1], sin conseguirlo, han logrado la acción coordinada de instancias de auditoría y fiscalización locales, del SAT, de la Unidad de Inteligencia Financiera de la SHCP, de la ASF y de la Procuraduría General de la República (PGR), en busca de las rutas del dinero y de los medios de prueba que acrediten el desfalco al erario público de esas entidades.         

        A pesar de los grandes y significativos esfuerzos desplegados en tres lustros por llevar sedimentos y depósitos de higiene institucional a la función pública para atemperar la corrupción y la impunidad, nuestro país sigue siendo una especie de oveja descarriada, pues, de acuerdo con un informe difundido por INEGI el 17 de junio de 2016 sobre “Los 10 estados con más corrupción en México”, las entidades que suman la mayor cantidad de víctimas de corrupción por cada 100,000 habitantes, de acuerdo con su colocación en la tabla, son Morelos (20.092), Sinaloa (18.144), Chihuahua (17.621), Michoacán (16.321), Ciudad de México (16.167), Hidalgo (14.728), Jalisco (14.351), Durango (14.292), Baja California (14.127) y Sonora (14.097), lo cual, sumado a la estadística de que sólo entre el 1 y el 2% de los delitos son castigados, explica el hecho de que México, ya en febrero de 2016, sea el segundo país con más impunidad en el mundo (seguido por Rusia, Turquía y Filipinas), pues si se considera la variable de la cifra negra (los delitos no denunciados), la tasa de impunidad oscilaría entre el 98 y el 99% del universo del delito, de acuerdo con los datos y porcentajes que en distintos momentos han aportado IMCO-CIDE, Transparencia Mexicana ™ y el Índice Global de Impunidad (IGI) 2016. Por ello, no sorprende la conclusión demoledora a que llegó un relator especial de la ONU en años recientes: “La impunidad y la corrupción (dentro del sistema judicial mexicano) siguen, al parecer, prevaleciendo”.

 

El cambio, única alternativa de salvación nacional

Aparte de la urgencia de revertir las constantes históricas y culturales de las que se dio cuenta en el primer trabajo de esta serie, donde se dejó constancia de dos fenómenos: el desdén del mexicano por la ley y el desgano -o falta de convicción- institucional en su aplicación, y más acá de caracterizar el mapa de los delitos de funcionarios públicos y el sistema de justicia que registra la segunda parte de esta secuencia, hay cambios de fondo que México no puede posponer por más tiempo. En esto radica el desarrollo recuperador que tanto nos hace falta: retomar y relanzar la agenda olvidada de la transición mexicana, para darle al país una esperanza a la altura del desencanto y la certeza de que, esta vez, el cambio es de a de veras y va en serio.

        Uno de estos cambios sería reconocer que la ley sometida a los políticos y al Estado, como ocurre en la realidad, no ha sido una alternativa histórica razonable ni ha traído un sentido de elevación general a la vida pública, entre otras razones, por lo que postula Platón en su tratado de La República: “El mal viene a las repúblicas del hecho de que no hace cada quien lo que le corresponde”. Por ello, hace falta comenzar a alinear cada parte y el todo de nuestro régimen político-constitucional, para colocar el sistema jurídico como cima, eje y centro del sistema social, con el fin de que sea el principio de legalidad el ordenador supremo de nuestra forma de Estado.

        Otro cambio fundamental consistiría en resolver, desde la técnica legislativa y en el campo cotidiano de nuestra procuración y administración de justicia, el equilibrio perdido entre la justicia distributiva y la justicia conmutativa, pues mientras los acentos retóricos y políticos han hecho de la primera un adorno auditivo de la demagogia de ocasión, la segunda es la penumbra olvidada de nuestro sistema de justicia. Por tanto, reivindicar el sentido original y conmutativo de la justicia -castigo al ofensor, reparación al ofendido- en el despacho de los asuntos judiciales, debiera ser el hilo conductor y el parámetro esencial para medir la eficacia del combate a la corrupción y a la impunidad.  

        Uno más de esos cambios, si de veras queremos que lo que llamamos México sea una República nueva y diferente, estriba en idear un diseño completamente novedoso e imaginativo, con lo que aporten las instancias y los núcleos más confiables y prestigiados de nuestra vida pública (universidades, centros de investigación, organismos de competitividad, institutos de transparencia, etcétera), para, en diálogo abierto entre académicos y parlamentarios frente a la nación, determinar la conveniencia y viabilidad de realizar las reformas de Estado, legislativas y políticas que sean necesarias, con el propósito de que los órganos de gobierno destinados a inhibir y a erradicar la corrupción y la impunidad, mediante la firma de un Acuerdo Nacional o de un Pacto-Compromiso con la nación, pasen a ser sistemas u organismos autónomos regidos e integrados por perfiles técnicos: estadígrafos, contralores, expertos en finanzas públicas, auditores, investigadores especializados en uso y ejercicio del poder, etcétera, para que el sujeto de vigilancia, supervisión y fiscalización (que generalmente es el político), ni por designación ni por línea jerárquica mantenga un estatus de superioridad respecto al fiscal en el organigrama del poder. Despolitizar y tecnificar aún más la función fiscalizadora, dotándola de dientes reales y autonomía plena, es la fórmula que podría dar resultado si en realidad aspiramos a un país de manos limpias.

        Otro de esos cambios sería el relativo al fuero de inmunidad constitucional que protege a la función pública en sí, no a la persona del titular; en los hechos, este principio ha sido mexicanamente desvirtuado y se le ha convertido en “fuero de impunidad” anticonstitucional que protege a la persona fisiológicamente concreta del burlador de la ley, con demérito de la función pública. Por ello, proceder al rediseño teórico y legislativo del principio y sus formas de aplicación, poniéndole salvedades, excepciones o restricciones legales en los casos de denuncia o de investigación de presuntos actos de corrupción o impunidad, contribuiría -sin dañar ni debilitar al Estado del que somos parte- a amonestar, inhabilitar, sancionar o castigar ejemplarmente a una gran cantidad de trapecistas del servicio público y de saltimbanquis de la política que con un “fuero” desfalcan al Estado y con otro aseguran la impunidad de sus delitos y dineros turbios.

        Uno más consistiría en sacar a la Procuraduría General de la República y a sus correlativas en los estados, con independencia de las demás, de la esfera de los titulares del Poder Ejecutivo, para regresarlas al ámbito del Poder Judicial. Lo mismo cabría hacer con los tribunales (u órganos jurisdiccionales) de justicia administrativa que funcionan en algunas entidades subordinados al titular del Ejecutivo, puesto que, en tales condiciones, no sirven adecuadamente a la justicia sino a la lógica de las “bolsas de trabajo” sexenales. Y en la misma idea de cambio convendría poner a las juntas locales de conciliación y arbitraje, hoy auténticas sucursales clientelares del asistencialismo político, pues funcionando bajo la égida y criterios de los titulares del Ejecutivo casi siempre terminan siendo parte del engranaje que conculca la justicia procesal laboral y refuerza los circuitos de la corrupción y la impunidad.

        Estos y otros cambios, si se hicieran con técnica y visión legislativa realmente impregnadas de estatura y ambición histórica, pero, además, pensando en generar una solución de Estado para los grandes y graves males que aquejan al país, podrían constituir un alegato de supremacía de la razón jurídica que indirectamente fortalecería a la razón política.

 

Una Fiscalía General de la Nación, la respuesta

En esta materia, una operación de cirugía mayor que podría relanzar los contenidos sueltos de la transición mexicana, construir la certeza de un cambio verdadero y de fondo para el país, generar un círculo virtuoso en la definición del rumbo que debe seguir nuestra democracia y darle una tregua al desencuentro entre gobierno y sociedad, podría ser la elaboración de una agenda democrática de consenso en las cámaras legislativas, con inclusión de los otros poderes y órdenes de gobierno, del sector académico, los partidos políticos y la sociedad, con el objeto de dar forma a la creación de una Fiscalía General de la Nación: una instancia superior de fiscalización que debe ser concebida y diseñada en los órganos deliberativos correspondientes, legitimada en las urnas mediante consulta electoral e integrada por perfiles con el suficiente conocimiento y una solvencia ética, profesional, técnica, académica y humana públicamente reconocida, cuyo fin sea garantizar la cabal observancia y la aplicación irrestricta del Estado de Derecho -de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba- en cada rincón y centímetro del territorio nacional.

        Si el Estado en general, como entidad histórico-jurídica y creación humana, desde hace décadas revela en su estructura y funcionamiento los síntomas del deterioro, la distorsión, el agotamiento y la decadencia (un cuadro de arterioesclerosis múltiple), esto es más cierto y evidente en el caso de México, donde las dos premisas básicas de la tradición ético-política de Occidente: la legitimidad (la ética) y la legalidad (la norma, la ley) parecieran dos piezas averiadas de la arqueología de un sueño sin conexión con la realidad o, en su defecto, dos principios en los que ya nadie o casi nadie cree. Esto subraya el hecho de que el Estado ha dejado de ser el referente de un orden público basado en la ley, y ha comenzado a ser, o a parecer -o ambas cosas- una categoría conceptual etérea y disfuncional, una abstracción medio en ruinas, una entidad marchita y sin peso y, en el mejor de los casos, una realidad a la que se invoca o se alude como signo iluminador de una ausencia.

        En nuestro país, que por décadas ha tenido una democracia imberbe que no termina de ingresar a una etapa de madurez, el Estado es el enfermo de sí mismo y el hipocondríaco que lleva a hombros los males y dolencias ajenos, entre los que sobresalen una división de poderes que en los hechos no funciona ni cumple el requisito de activar contrapesos que limiten sus respectivos excesos; la empleomanía que viene del siglo XIX y el burocratismo “graso” de su pesada estructura; la falta de funcionalidad y operatividad institucional orientadas a dar respuestas y resultados ágiles y concretos a la sociedad; la manía de aprobar y promulgar leyes sin prospectiva jurídica y social, que en buena medida sirven para alimentar la simulación de su cumplimiento; la reticencia de ejecutivos y gobiernos a aplicar la ley y a establecer un principio de orden en beneficio del interés general, por temor a pagar en las urnas y en la percepción pública los costos sociales y políticos que estas decisiones suelen acarrear y, por último, la fácil predisposición de funcionarios y órganos de gobierno a “inclinar” el principio de legalidad a favor de los intereses embozados de la corrupción y la impunidad. Un paisaje institucional como este, con tales niveles de anomia, disfuncionalidad, hipertrofia y dilusión del principio de autoridad, reclama soluciones urgentes y radicales.

        Al margen de que los cauces y las formas de la representación política están siendo revisados en medios y círculos internacionales, y de que, incluso, se estudian y discuten iniciativas que buscan el ajuste o el redimensionamiento del Estado, nuestro país tiene una realidad crítica y diagnósticos de terapia intensiva que deberían conducirlo a dar un primer paso en la materia, pues resolver el conflicto -no posponerlo, ni complicarlo- es el propósito medular de toda idea de cambio o reforma.

        En este contexto, proponer y procesar la elaboración de un Acuerdo Político Nacional (que incluya a todos los poderes, componentes e integrantes del Estado Mexicano), en el que, a partir de una iniciativa legislativa de consenso, se resuelva poner fin a los grandes y costosos ciclos de la corrupción y la impunidad y se dé forma -mediante un Decreto Especial adoptado en sesión de Congreso General- a la creación de una Fiscalía General de la Nación en la estructura y funciones del Estado, en la que pudieran quedar comprendidos un Sistema Nacional de Transparencia (con mecanismos que aseguren el acceso a la información y la rendición de cuentas), un verdadero Sistema Nacional Anticorrupción y un auténtico Sistema Nacional Antiimpunidad, cuyo mandato sea cumplir con las tareas y funciones propias de un órgano, no de control constitucional sino de vigilancia y control del Estado en su conjunto, relativas a la fiscalización total de procedimientos, sistemas de contabilidad gubernamental, trámites, procesos, concursos, informes, cuentas públicas y dictámenes legislativos, desde su inicio hasta su culminación, en todo aquello que tenga relación con el uso y ejercicio de recursos públicos en la gestión gubernamental, sería lo aconsejable.

        Esta es, quizás, la peor época en materia de agruras y negruras en la historia de nuestro país. México no vive hoy una crisis pasajera o de superficie, ni tampoco un periodo de inestabilidad y desestabilización coyuntural que pueda resolverse con paliativos, cataplasmas y medidas cosméticas. Lo que hoy experimentamos es una crisis profunda y monumental que agita el ser, toca los fundamentos mismos de la nación, estremece la genealogía de su cultura, pone a temblar la solidez gelatinosa del arreglo político, perturba la endeble fragilidad de las instituciones del Estado, hace de la sociedad la terminal nerviosa e inflamable de una impaciencia histórica y podría desembocar en un cuadro de sublevaciones y revueltas que colocaría a México ante el balcón de un precipicio.

        Todo esto ocurre, entre otras razones, porque la relación del Estado Mexicano con varias de las partes que lo constituyen está fracturada, pues, como dice Javier Sicilia, “nunca ha gozado de buena salud y ha entrado en una fase terminal”; también, porque el Estado de Derecho nunca ha sido ni es ahora la piedra de toque y el eje de articulación del orden social; porque las instituciones de combate a la corrupción y a la impunidad, históricamente supeditadas a los ejecutivos y al poder político, no han funcionado ni funcionan como debieran; porque el Poder Judicial, escribió con puntillosa sorna Enrique Krauze, “necesita encontrar su cura Hidalgo y proclamar su Grito de Independencia”; porque el respeto a la ley y la cultura de la legalidad suelen ser, todavía hoy, el eslabón más débil en la formación cívica y ética de nuestra sociedad; porque el descrédito de la política y de la función pública, según el estudio Anatomía de la corrupción de IMCO-CIDE[2], se sitúa hoy en sus peores niveles históricos; y, en suma, debido a que ninguna sociedad puede existir y apostar a su permanencia civilizada, si no impera en ella -en grado razonablemente máximo- la obediencia debida al principio de legalidad.

        Al mismo tiempo, puede sentirse y percibirse -a la altura del piso social- la necesidad de construir nuevas certezas en la vida nacional; un hambre de esperanza, una sed de consuelo y un deseo de confianza a la altura del ciudadano, que ayuden a despejar las brumas del mal tiempo y aseguren para el país un horizonte de claridad, regido por la fuerza y el aliento de lo nuevo.

        Por ello, nada le vendría mejor a México, si hemos de reanimar y darle una proyección distinta a nuestra democracia, que la creación de una Fiscalía General de la Nación, absolutamente autónoma y situada más allá del alcance del ánimo corruptor del juego político, integrada por perfiles técnicos y científicos sociales de irreprochable desempeño en la academia y la vida pública (un fiscal general, un fiscal de transparencia, un fiscal anticorrupción y un fiscal antiimpunidad), dedicada a la vigilancia y al control del Estado y a inhibir, prevenir, investigar, perseguir y sancionar los delitos contra la función pública, siendo, en todo momento, el ojo, el oído y la conciencia de la sociedad y el poder de contrapeso de los actos del poder.

        Reforzando de esta manera el régimen jurídico de la transparencia, la rendición de cuentas y la fiscalización, México no sólo habría encontrado la clave de una solución estructural para poner punto final a ese mal de muchos y consuelo de pocos que es el binomio corrupción-impunidad, también le aportaría una innovación original a la estructura y a la teoría contemporánea del Estado, en momentos en que una de las mayores amenazas para la democracia en el mundo está constituida por esa “patología de las decisiones” de poder que son la corrupción y la impunidad.

        Con esta y otras medidas en el mismo sentido, México podrá iniciar, por fin, la historia social y política de la limitación ética de los actos del poder.    


 

[1] El 11 de julio de 2016, el vocero de la Presidencia de la República Eduardo Sánchez y la Procuraduría General de la República, informaron haber interpuesto Acciones de Inconstitucionalidad contra los congresos y gobiernos de Quintana Roo y Veracruz, para impedir que prosperaran varias reformas legales orientadas a asegurar la impunidad de sus gobiernos salientes; después, el 5 de septiembre de 2016, el Pleno de Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en causas por separado, se pronunció y declaró “inválidas” las “leyes anticorrupción” que previamente habían aprobado los congresos locales de Chihuahua y Veracruz.

[2] Según el estudio, el 91% de los mexicanos no confía en los partidos políticos; el 90% no confía en la policía; el 87% no confía en los funcionarios públicos; el 83% no confía en los legisladores; el 80% no confía en las instituciones del sistema judicial y sólo el 27% se encuentra satisfecho con la democracia.

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