América Latina, por su apego al discurso de la tradición, su temperamento melancólico y su búsqueda de una utopía que nadie sabe cuál es, es un continente que no halla el secreto de su profecía, no ubica la fortaleza de su sueño ni encuentra la senda de su propia grandeza.
Las razones pueden variar de un país a otro, pero hay en la escala del desconcierto denominadores comunes: la pugna entre tradición y modernidad, el enamoramiento viral por lo que en apariencia somos, la idea de que nadie es como nosotros y un velo de ignorancia parecen haber expulsado a América Latina de la historia.
Historia no es sólo lo que ya hicieron otros, y de la cual suele colgarse el latinoamericano promedio para fanfarronear y reclamar un estatus en el presente; historia es también lo que hagamos hoy y en lo cual pueda fincarse la huella perdurable que heredemos al futuro.
Es cómodo y comodino salir a pregonar que se tiene una gran historia; lo criticable es que no se tiene grandeza para homenajearla emulándola y, peor aún, para dar muestras de grandeza en y desde el presente.
Un Bolívar y un José de San Martín, un José María Morelos y un José Artigas, un José Martí, un Luis Emilio Recabarren y un José Enrique Rodó, junto a un Domingo F. Sarmiento y otros, nos pueden hacer sentir orgullosos -por muchas razones- del pasado que nos condujo aquí. La pregunta es si ellos tendrían motivos para enorgullecerse de la actitud y la forma en que hacemos frente a los desafíos del presente. No cabe la menor duda de que sencillamente no.
Una cosa es decir que somos tierra de elección de grandes héroes por los timbres de gloria del pasado, y otra, muy distinta, no ser lo grandes que creemos y no estar a la altura de la forja histórica de la cual venimos.
No cesa de intrigarme la proverbial facilidad con que el latinoamericano se desvive en la complacencia de su propia grandeza, refiriéndola casi siempre a la mitología y a la cosmogonía indígena, o bien, a la bravura y destellos de ejemplaridad de quienes tuvieron la casta de darle a esta tierra una identidad y una personalidad propia. Muchos harían bien en preguntarse si la casta proyectiva en que creen reflejarse tiene horarios y afanes en el presente.
Hace casi un cuarto de siglo América Latina cayó en una arritmia cultural y en un bache democrático: por lo primero, dejó de renovar y refrescar la horma de su cultura y, por lo segundo, comenzó a ser el experimento de un ideologismo enfermizo por autoritario, maniqueo y obtuso. La fórmula para expresarlo podría ser esta: cayó una noche más sobre la larga noche de América Latina.
Luego de una breve primavera democrática, que no duró ni veinte años, América Latina regresó al círculo roto de los mandarines, alentado por el Foro de Sao Paulo y las directrices que en él depositó el dictador Fidel Castro.
Con los casos más recientes, el de Gustavo Petro en Colombia y ahora el de Luis Inazio Lula da Silva en Brasil, los enclaves populistas se multiplican y la democracia se repliega a la sombra. La explicación de esto es en apariencia simple: por un lado, Latinoamérica no ha sabido entender ni administrar la incertidumbre democrática y, por otro, el fracaso económico de los gobiernos y la desesperanza social están haciendo que el puñetazo electoral del populismo parezca invencible e irreversible.
Todo parece más claro cada día: la apuesta del ciudadano de a pie es dar un puntapié en el rostro de la democracia, que él juzga fallida, para otorgar el poder a partidos y líderes en cuya agenda figuran la “emoción social”, la “sensibilidad colectiva”, el “olor de multitud”, que son la gabardina legitimadora de esa mezcla de ineptitud e ineficacia que hoy llamamos populismo.
En casi 25 años, el populismo se ha adueñado del pulso histórico y la respiración social de América Latina, al grado de que sólo quedan cinco países alineados con el bloque democrático: Ecuador, Guatemala, Panamá, Paraguay y Uruguay.
La gente, en las nieblas de su ignorancia y en la víscera caliente de su necesidad estomacal, no entiende que es “usada” para legitimar los fines perversos de un proyecto político, el cual no busca acabar con los pobres sino multiplicarlos, porque representan el pulmón y el músculo de un éxito electoral a perpetuidad.
Estos regímenes, en sólo veinte años han hecho de América Latina un continente fallido. La inseguridad, la pobreza, la desigualdad, los territorios de elección del narco, la subcultura delincuencial, el militarismo, la oleada inmensa de las migraciones hacia EU y Canadá y la desesperanza social, lo que dibujan es un continente en proceso de africanización.
Latinoamérica es hoy el continente donde más violencia política se ejerce contra el diferente, pero no sólo eso: es el lugar del mundo donde más se ha acentuado la pobreza, lo que ha convertido a estos países en el corazón de la crisis migratoria que enfrenta el mundo de hoy.
Más aún, América Latina tiene hoy más sátrapas y déspotas en el poder, que los que llegó a tener entre los años 40 y 80 del siglo pasado, lo cual no es para presumir.
Pisapapeles
La historia es dos veces historia para el imaginario social: una cuando la vivimos y otra cuando hacemos de ella motivo de remembranza o conmemoración.
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