25 agosto, 2023

Luis Alfonso Martínez Montaño: Donde deben estar las catedrales y la existencia absurda

La novela Donde deben estar las catedrales (1984), de Severino Salazar (1947-2005) enuncia a través de sus agonistas un problema universal: poner en entredicho el sentido de la vida misma. Dificultad que se afilia a una reflexión de Montaigne: éste precisó en uno de sus ensayos que el hecho de vivir representa una tarea en sí llena de dificultades. Sin embargo, para los personajes de la obra literaria aquella se torna en una suerte de maldición, en algo imposible de realizar y que tiene consecuencias funestas.

De hecho, el narrador innominado de la obra referida es consciente de que se “pudre por dentro” y que es incapaz de encontrarle un sentido a la existencia, pues aquel realiza un viaje hacia el pasado con el fin de encontrar una respuesta a cuestiones esenciales; incluso sus reflexiones se emparentan con el existencialismo.

Ahora bien, antes de hablar de la novela de Salazar, cabe precisar que se inserta en un periodo donde las políticas neoliberales, en el ámbito económico, inician su carrera incesante a partir del sexenio “delamadrista”. El Estado se deslindaría del control de sus empresas para dejarlas en manos de los inversionistas privados. Una época donde la figura del tecnócrata adquiere un rol preponderante.

¿Qué decir de la literatura nacional durante esos años? Siguió, al igual que la de los setentas, tres líneas principales de acuerdo al investigador Ignacio Trejo Fuentes: los escritores que se inclinan por registrar los conflictos sociales —que implicó tratar asuntos como la homosexualidad, la problemática generada por la desmesura de la Ciudad de México y la preocupación por la crisis económica—; los autores que siguen la senda de la “literatura de la Onda” y los novelistas comprometidos con la experimentación formal y lingüística; que tienen sus modelos a seguir en la propuesta de Salvador Elizondo o Fernando del Paso.

Asimismo, Trejo señala con pertinencia que, si bien esas líneas marcan de manera general a la narrativa nacional, se revelaron propuestas que intentaron seguir una línea distinta con el fin de abrir nuevas perspectivas, lo cual se refleja en la inquietud de los novelistas por abandonar a la ciudad de México como tema esencial. Y añade:

[…] parece que los narradores han coincidido en la necesidad de atisbar otros horizontes, de ir con su literatura a otra parte. Dejando atrás el provincialismo artístico, dueños de un afinado sentido escritural, vuelven a la provincia, dejan la urbe. Autores como Jesús Gardea, Severino Salazar, Gerardo Cornejo, Luis Arturo Ramos, Ricardo Elizondo, Daniel Sada, Emilio Valdés, Alejandro Hernández […]

En efecto, el apropiarse de un sentido escritural y el centrarse en la provincia es indiscutible en la primera novela de Salazar, la cual obtiene el premio Juan Rulfo de novela, porque el autor a partir de un espacio en la provincia (elemento preponderante en su poética) culmina una profunda reflexión acerca del sentido de la existencia, para ello la voz narrativa recupera el pasado para responder interrogantes trascendentes para él.

Por otro lado, el crítico Vicente Francisco Torres señaló que la novela es de carácter faulkneriano, su modelo es Las palmeras salvajes, y presenta dos historias independientes que al desarrollarse se enriquecen una a la otra. Además, puntualiza que el vínculo entre las dos anécdotas reside en una compartida visión del mundo de sus personajes: “la vida es algo ruin, doloroso, lleno de misterio; una mezcla caótica de santos, pecadores e hipócritas perversos. Sin pecadores y miserables, los santos no tendrían razón de ser.

Vale recalcar esa óptica de la vida como algo indigno y lacerante porque hace evocar la reflexión de Unamuno en Del Sentimiento trágico de la vida, donde precisa que el hombre por tener consciencia es un animal enfermo. Al respecto, los lectores hallan ecos de dicha reflexión desde las primeras páginas de la novela y descubren la intención del viaje al pasado que emprende el narrador innominado. Un arquitecto, originario de Tepetongo, que estudió en México y una universidad del país de Gales, que reconstruye una vieja historia:

Se podría decir que soy un hombre que está de regreso del mundo, muy vivido y con experiencia, pero hay dos o tres embrollos en los que el ser humano se mete y me interesa saber entender bien por qué lo hace. Presiento que estoy a punto de llegar a una revelación […] anoche terminé de reproducir mi pueblo –a escala, en una maqueta que tengo en mi restirador. Porque estoy dispuesto a emprender un viaje a través de las callejuelas y valles que rodean ese pueblo para rescatar toda una historia que aconteció hace como veinticinco años.

El arquitecto, voz narrativa, llega también a una revelación funesta: la vida no tiene sentido. Él confirma cierta desazón por una existencia vacía que enfatizan las inmensas construcciones como las catedrales, pues recalcan la pequeñez del ser humano frente a sus obras monumentales. Asimismo, los personajes novelescos Baldomero Berumen, Máxima Benítez y Crescencio Montes son el trasunto de lo colectivo, pues revelan la amargura de vivir en el pueblo de origen del profesionista.

En especial las reflexiones de Crescencio son aleccionadoras, ya que intuye la fatalidad inherente a los seres humanos. Aspecto advertible en sus palabras tras despertar de una pesadilla: “Estaba sudando a chorros y el estómago lo sentía pesado […] y se quejaba amargamente ‘Todo lo llevamos dentro. Todo ya está dentro de nosotros’” (24). Aún resulta llamativa la comparación que usa para referirse al mundo, ya que lo asemeja a una gran cebolla y conforme se le arrancan capas es posible aproximarse más al conocimiento de la realidad.

En torno a Crescencio se crea otro mundo más pequeño, privado y hermético, es decir, su tienda. Ahí se reúne un grupo cuyos integrantes se distingue por poseer una mezcla inusual “[…] de sensualidad reprimida, frivolidad y religión, como si llevaran un carnaval dentro del alma […] ¿Qué platicaban, qué pensaban de ellos mismos y que hacían cuando bajaban la cortina de la tienda? Nadie lo sabe ahora” (35). No obstante, al morir aquel el grupo se disgrega y se trastoca la realidad del pueblo mismo; aspecto que se aborda en el capítulo vigésimo segundo.

Lo trágico incide de manera significativa sobre Baldomero, Máxima y Crescencio, ya que en el instante donde todos cruzan sus miradas suponen que el destino influye en su existencia: “Los tres al unísono, sintieron algo que jamás volverían a sentir en sus vidas […] Así manejamos nuestros destinos para que surja sólo una vez el momento excepcional […] Los tres lo habían salido a buscar como se busca el destino, tal vez lo había esperado como se espera la muerte” (43).

Claro está que el narrador testigo no es ajeno a esa visión trágica, pues mientras desea mirar con detalle la fachada de la catedral, por medio de un telescopio, reflexiona acerca del sentido de una construcción de ese tipo, además evoca el encuentro con un joven drogado que sirve de pretexto para manifestar otra reflexión:

Y me dije que el mundo es un mal negocio para la mayoría. Uno solo se pierde, se deja ir en sus pasiones. Que así, a distancia, las vidas nos parecen simples, tal vez aburridas, pero no sabemos nada de las batallas internas y secretas que se pierden o se ganan, para encontrarle un significado cualquiera. Y me pregunté muchas veces si yo hubiera hecho lo mismo que Baldomero Berumen […]. (48)

Resulta adecuado precisar que los tres personajes son una especie de “otros yo” del arquitecto narrador, pues reafirman su visión desesperanzada. Quizás el alter ego más próximo a aquel sea Crescencio, agonista obsesionado con la inutilidad de la vida misma y capaz de cuestionar un ente divino:

[…] Quiero ahora un adelanto de toda esa eternidad prometida […] Si nos hiciste perfectos, ¿por qué esperas de nosotros la perfección? Sé que estoy pecando de soberbia, pero no quiero Tu Reino. No me interesa […] ¿Qué si toda la vida fue sólo una larga espera sin premio […] sin sentido? ¿Qué si al final sólo nos espera el vacío? […] Si todas las catedrales están fundadas en un absurdo, en una idea falsa, qué dolor, qué tristeza. Siento toda la tristeza de los hombres que las construyeron con sólo una idea en la mente y esta idea resultó ser falsa. ¿Y qué si la vida así es de simple, monótona, absurda, accidental, gratuita; qué si no sirve para nada? ¿Qué si es así? […]. (50-51)

Además, Crescencio lamenta mucho la muerte de Baldomero, pues de acuerdo a la voz narrativa se asomó por vez primera al desamparo que deja el término de la vida. Se siente hermanado con todos aquellos para los que la existencia ha sido un error del inicio al final. El sentimiento de abandono se percibe en el narrador, quien al referir su vaciedad interna se equipara a una catedral: “Soy una catedral. Siento que el alma se vuelve una roca de la fachada. Por eso me he vuelto solitario, independiente. Me siento puro también. Soy espejo de mí mismo […]” (65).

Casi al final de la novela el pueblo está inmerso en un ambiente de muerte y desolación. Aspecto que se enfatiza, hasta cierto punto, por el fallecimiento de Crescencio tras padecer una larga enfermedad. El narrador, dentro de su evocación, refiere que nadie se afligió por la muerte del tendero, incluso señala su presencia en el funeral como un extraño. A propósito de la evocación, la fidelidad de los recuerdos también se cuestiona: “Ahora, creo firmemente que esto sucedió tal como lo digo y si no, a mí así me parece. Y es más, creo que así debería haber sucedido […] Si alguien lo quiere constatar que vaya también al pueblo y pregunte si alguna vez vivió por ahí un hombre llamado Crescencio Montes […]” (83).

En este sentido, retomo una reflexión de Unamuno: “La memoria es la base de la personalidad individual […] Se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir”; no obstante, los personajes de la novela carecen de esperanza, de ahí la fatalidad.
Posteriormente en la novela se reitera la idea de que Crescencio (quien se suicidó), Máxima (que abandona el pueblo) y Baldomero (el cual fallece por causa de una enfermedad) son los “otros yo” de los que se vale el narrador para a cuestionar la existencia. Incluso en éste ronda la posibilidad de suicidarse.

Al final de la primera parte de la novela, denominada “La tierra”, se resigna ante la imposibilidad de asimilar la historia funesta de los tres personajes referidos. Por ello afirma: “Regreso de mi viaje nuevamente a la ciudad. Regreso con las manos vacías. Nada encontré. Estoy solo. Pero esto no me causa dolor o tristeza. No hubo ningún desengaño. Ni nadie fue engañado. Así debe ser […]” (85).

Para terminar, se puede decir que el lector advierte una conclusión, de la pimera parte de la novela, que no es ajena a la tragedia. Asimismo, podrá reconocer que para el narrador innominado la existencia no se engalana con nada, ni siquiera con una inmensa catedral, pues aquella es lacerante y difícil de comprender. La vida implica cuestionarse el sentido de la misma. Ejercicio que se plantea de manera destacada en la novela de Severino Salazar.

 

Bibliografía:

Herrera, Alejandra. “Severino Salazar, que con catedrales construía párrafos”, en Tema y variaciones de literatura, UAM Azcapotzalco. Semestre I, núm. 38, México, 2012, pp. 207-213.

Maldonado, Ezequiel y Concepción Álvarez Casas. “Severino Salazar: diversidad en sus voces y en sus visiones”, en Tema y variaciones de literatura, UAM Azcapotzalco. Semestre I, núm. 38, México, 2012, pp. 175-187.

Salazar, Severino. Donde deber estar las catedrales. Vicente Francisco Torres presentación, México, Conaculta, 1993. (Letras Mexicanas, tercera serie, 86)

Trejo Fuentes, Ignacio. “La novela mexicana de los setentas y los ochenta”, en Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la revolución. Karl Kohut editor, Frankfurt/Madrid, Vervuert/Iberoamericana, 1995, pp. 55-65.

Unamuno, Miguel de. Del sentimiento trágico de la vida. Buenos Aires, Losada, 2003. (Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento, 18)

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