8 septiembre, 2016

El México de la impunidad Una nación en riesgo (I de III)

El México de la impunidad
Una nación en riesgo I de III

 

La virtud asignada a los negocios del mundo
es una virtud de varios pliegues, dobleces,
codos y recodos para aplicarse y ajustarse
a la humana flaqueza.
Montaigne

 

Por Leopoldo González

 

La indagación que propone esta serie de textos sobre los orígenes remotos y recientes de la impunidad, lleva al autor no sólo a situar sus fuentes en la historia, la cultura, la sociología y la política del mexicano, sino a sugerir que quizás sea eco y consecuencia de los procesos y las rutinas de corrupción que por siglos se han desarrollado en nuestro país. Lo peor es que ambas –la corrupción y la impunidad- no sólo han minado los fundamentos del Estado: también han trastocado y corroído la esencia de los valores democráticos, al grado de colocar a México en la más severa y profunda crisis de su historia, frente a la cual existen y además se proponen alternativas de solución.

 

México frente a su espejo

En su prosa autobiográfica de hace casi un siglo, donde figura la clave psicológica y existencial de su poesía, Vicente Huidobro, el poeta chileno que hizo del disturbio verbal y la “razón imaginante” dos técnicas de profanación y de reacondicionamiento de la modernidad, lanza una afirmación tan incómoda como inquietante: “Ser un bandido es indiscutiblemente muy artístico. El crimen debe tener sus deliciosos atractivos”[1]. La analogía es enteramente aplicable a México, no sólo porque el “unto” de la corrupción es casi un rasgo inseparable del ser del mexicano, sino porque la impunidad –pariente gemelo de aquella- es anomalía que adelgaza la legitimidad del sistema político, llaga institucional que irrita a la sociedad y gangrena que condiciona la vigencia del Estado de Derecho.

        Las cualidades míticas y retóricas que por muchos años se han reconocido a la democracia mexicana, antes y después de la elección de 2000, llegaron ya al punto de un desgaste extremo, o terminal, del que no se podrá salir sin grandes sobresaltos y espasmos reformuladores, a la altura del piso social y el piso político, que de nuevo pongan al país de pie y en circulación.

        La pregunta que hace años rasga los aires de México, cuando vemos arrebatos de ira e inconformidad aquí, señales de crispación allá, agobios de violencia más allá y coágulos de malestar e indignación social en muchas regiones del territorio, es por dónde empezar a revertir los signos del desarreglo nacional, para comenzar a creer que México aún tiene remedio y que es posible dar un giro de tuerca radical a nuestra democracia. La respuesta a esta pregunta hace visible el diagnóstico y lo contesta: si las leyes y los sistemas normativos mal se hacen en las cámaras y las instancias correspondientes, poco se respetan y observan en la vida pública por los sujetos obligados y peor se aplican en las esferas de competencia de las procuradurías y el Poder Judicial, la solución para México es hacer de nuestro sistema jurídico el núcleo duro del orden público: parámetro de obediencia sin concesiones, dique de acatamiento general y límite normativo superior para todos, si en verdad queremos un México distinto a partir del que hoy somos.

        México ha salido al paso de diversas y profundas crisis a lo largo de su historia: a veces con ajustes menores al modelo económico, social, cultural y político; otras, con adecuaciones más o menos de fondo al diseño legal e institucional que funcionó en el pasado; en ocasiones mediante fórmulas de inclusión que buscaban asegurar la incorporación de sectores olvidados o marginados –con nombre y rostro propios- a una idea de país y a un modelo de desarrollo nacional. Como soluciones pasajeras o temporales a las crisis de coyuntura que vivimos en el pasado, cada una contribuyó a disipar o a resolver el conflicto del momento o el diferendo de fondo que planteaba la historia, y a darle al país la víspera confortable de un nuevo amanecer.

        Sin embargo, la crisis actual son varias crisis en el centro de una crisis global prolongada, cuyas desembocaduras posibles podrían ser dos: una, quizás, podría ser el estallido, la implosión y la violencia de un conjunto amorfo, confuso, abigarrado y contradictorio de ciudadanos y organizaciones contra todo lo que tenga tufo “oficial”, donde no se advierte más propósito que evidenciar el hartazgo social y pronunciar un ¡ya basta! (“¡Estamos hasta la madre!”, recogió y perpetuó Javier Sicilia el grito de la impaciencia en 2011) frente al aparato político y gubernamental, pero sin una idea clara de hacia dónde necesita cambiar el país; otra podría consistir en recuperar lo esencial de la agenda olvidada de la transición mexicana, a la que se han sumado peticiones atendibles y reclamos urgentes, para hacer de México, por fin, el espacio de un cambio estructural y simultáneo desde arriba y desde abajo: el escenario de realización de lo que nos han quedado a deber los gobiernos de la transición y la alternancia, sin posponer una vez más la reforma urgente y de fondo que el país requiere.

        Sin duda, los focos de atención para el desarrollo democrático de México son muchos y del más variado signo. Resolver el agrio conflicto entre tradición y modernidad, tan viejo como nuestra historia y tan joven como nuestra democracia, es uno de ellos. Afrontar el dilema que implica para la racionalidad democrática el antigobiernismo sociológico que recorre la historia y las calles de México (que hizo decir a Díaz, el dictador: “Es más fácil arrear guajolotes a caballo que gobernar a los mexicanos”), es otro. Dotar de un sentido de orden, de organización y de trabajo en equipo a una sociedad que por cultura o por temperamento se ha negado a ellos, es uno más. Tomar por los cuernos el problema de la corrupción burocrática y política, que según el estudio reciente Anatomía de la corrupción (IMCO/CIDE) representa entre el 2 y el 9 % del Producto Interno Bruto (PIB), es otra de las asignaturas pendientes si queremos tener una democracia desazolvada y viable. Sin temor a equivocarnos, son muchos más los entuertos que tendría que resolver México para llegar a la tan ansiada normalidad democrática, pero el dato que da el Índice Global de Impunidad 2015 (IGI), en el sentido de que nuestro país se ubica entre los cinco primeros lugares de la tabla en lo que concierne a este grave mal, lo que indica es que la prioridad mayor para México, en este momento, es dar forma a otra reforma estructural –con uñas de verdad y con dientes para usarse- destinada a reforzar en serio los antídotos y mecanismos institucionales contra la corrupción y la impunidad y a crear una Fiscalía General de la Nación, con el único fin de garantizar la cabal observancia y la genuina aplicación para todos del Estado de Derecho, en tanto ciudadanos e integrantes de la República. Para intentar aclarar el fondo, el sentido y los alcances de la propuesta, volveré con esta idea más adelante.

        En este pavoroso 2016, si intentamos un corte de caja histórico, conviene advertir que México es uno de los pocos países del mundo donde más sublevaciones se han registrado y más revoluciones se han hecho en nombre de la ley, de mayo de 1813 (cuando comienza a prepararse el Congreso de Anáhuac) a la fecha; es, además, uno de los países con la mayor cantidad de constituciones, leyes y códigos federales promulgados a lo largo de dos siglos de historia; por si esto fuera poco, México podría llevarse el récord guinness por la gran cantidad de conmemoraciones, desplantes retóricos, actos de oropel, alusiones entre líneas, menciones directas y citas literales que sus políticos y gobernantes de todas las siglas hacen de la ley en sus discursos, sin que hasta la fecha su respeto y observancia (por políticos y ciudadanos de todos los linajes) y su aplicación general (por procuradurías dependientes de los ejecutivos y un Poder Judicial no del todo autónomo y eficiente) se hayan convertido en límite infranqueable de excesos y arbitrariedades y en fórmula madre de un orden público sustentado en los principios de civilidad y racionalidad. Por tanto, una cita con la modernidad que falta cumplir y operar entre nosotros (o, podría decirse: la revolución de terciopelo que México se debe a sí mismo) y en la cual radicaría la reforma urgente y de fondo que el país requiere, consiste en una decisión de Estado simple y sencilla, aunque de compleja elaboración: convertir los “abusos y costumbres” de la discrecionalidad en los “usos y costumbres” de la más estricta legalidad, haciendo de la ley el centro de la vida pública.

        Pero debe entenderse bien: lo que México necesita no es una “salida” a su crisis de hoy o al ciclo de sus crisis recurrentes, pues una salida –como se han ideado tantas- nace afectada por los límites de la coyuntura y sólo garantiza dejar atrás los filos de un conflicto momentáneo o un periodo breve o prolongado de turbulencia, pero no llega a constituir un sistema, un modelo o una estrategia para sortear el presente y alcanzar el futuro. Lo que México requiere no son más “salidas”, sino una “alternativa” del tamaño de sus pendientes y problemas: un sistema de respuestas y de soluciones estructurales que haga frente a los grandes déficits que arrastramos como nación, al tiempo que planteé cauces y mecanismos efectivos de arreglo institucional para los problemas de hoy, y que pueda, eventualmente, inhibir y resolver con sabiduría política, flexibilidad institucional y respuestas democráticas preventivas los problemas del futuro.

 

Hacia un diagnóstico no complaciente
(Raíces estructurales del mal)

La crisis de la democracia mexicana, por su hondura y complejidad y por la composición de sus ruidos, amerita un análisis de fondo al pasado que nos condujo aquí, pero también una revisión minuciosa y puntual de las causas recientes que la produjeron. No es esta la ocasión ni el espacio para emprender semejante empresa, pues extenderse con cierta profundidad y amplitud en el modo de ser y en las peculiaridades del comportamiento del mexicano, ante sí mismo y frente a los demás, sería materia de un trabajo distinto al de estas líneas. Lo que sí puede establecerse es que algunas causas de la crisis actual son de tipo estructural (hijas de las “pulsiones” negativas del ser y de ciertos condicionamientos de nuestra cultura, remotas en el tiempo y de larga duración), en tanto que otras son de carácter coyuntural (hijas de insatisfacciones recientes, originadas en frustraciones de los últimos años y que traen el sello del amargor y de la desazón de estos días).

        Entre las primeras causas, las estructurales, que revelan a México como una especie de tierra de elección de la impunidad, podrían enumerarse varias. Desde luego, aunque la propensión a la corrupción y a la impunidad han llegado a parecer rasgos constitutivos y características distintivas del ser del mexicano, sería excesivo atribuir a un determinismo biológico –a un determinismo de la sangre- la tendencia a la estafa y la habilidad para el burlamiento de la ley de todo un pueblo. No lo es, en cambio, reparar en algunas constantes históricas y culturales que identifican a México como un país que padece el autismo de la impunidad en sus cuatro costados.

        Pese a que la corrupción y la impunidad son procesos y momentos distintos de una estafa al Estado, en la que una red de particulares, de empleados y/o de servidores públicos se confabula para hacer un negocio de “economía escondida” y para evitar el castigo legal correspondiente por ese ilícito, dentro o en las márgenes del poder, lo cierto es que el vínculo que las une suele tener la misma lógica de la relación que hay entre causa y efecto; aunque entre la corrupción y la impunidad subsistan diferencias sustanciales de método, de tiempo de realización, de forma de operar, de matiz y de móvil, lo que debe establecerse claramente es que los métodos precursores y el modus operandi que hacen que fructifique un acto de impunidad, a nivel político o social, no podrían explicarse sino como resultado de una red de sucesivos actos de corrupción y encubrimiento. En otras palabras, la impunidad no llega sola: no es un fenómeno autónomo dentro del poder ni es causa eficiente de sí misma, sino eslabón, reflejo y, en algún sentido, consecuencia de la impronta de corrupción que en general rige la mentalidad promedio y las decisiones del poder en México. La corrupción, por su propia definición, no es impunidad en sí misma ni puede serlo; pero un acto de impunidad, además de serlo, suele ser, también, la gestación de un acto de corrupción en su segunda vuelta.

        Pero lo que no obedece a un determinismo de la sangre puede ser que venga dictado por la cultura y por la historia. Entre los grandes prodigios que nos heredó el mundo indígena, la presencia de culturas cerradas –antes y después de La Conquista- no fue uno de ellos, pues estas no pudieron generar sino comunidades y mentalidades cerradas. La concepción tutelar indígena, que giraba en torno al gobierno unipersonal de un emperador, un rey o un cacique (Moctezuma, Nezahualcóyotl, Cuauhtémoc, Caltzontzin, el ometecutli, etcétera) pero no en torno a sistemas normativos de carácter superior, poco ha contribuido a favorecer un clima social generalizado de subordinación a la ley; si a esto se suma que la cultura política novohispana ató los pilares del orden público a la distante filosofía del derecho natural, con desprecio de las leyes creadas por el hombre, puede decirse que México comenzó a hacerse nación sin la ley en la frente. Si infancia es destino, quizá los mil y un ardides que emplea el mexicano en burlar protocolos institucionales y en evitar que el imperio de la ley lo alcance, se originan en su rechazo natural o instintivo a las instituciones y leyes del orden colonial y el virreinato, impuestas desde afuera y desde arriba con muy pocas concesiones a las culturas de los pueblos originarios. Tal vez ello explique tres inercias en nuestra vida pública: el patrimonialismo individualista e individualizante con que se ejerce el poder en los primeros, segundos y hasta terceros círculos gubernamentales, de la presidencia de la República para abajo; la reiterada resistencia del mexicano a subordinarse a las instituciones jurídicas y políticas creadas según el modelo occidental y, por último, el airado sentimiento de “desquite” que parece abrigar frente al orden –y, más específicamente, frente a ese orden- el mexicano promedio que siente haber sido víctima de una profanación y de una estafa tras los hechos de la conquista, la colonia y el virreinato.

        El que se percibe inferior frente al espejo, aunque no lo sea, lo mismo que aquel que siente o asume como propia una condición de minusvalía existencial, trata de crearse máscaras y símbolos de protección que habrá de emplear según el momento y la necesidad, e intentará sacar provecho de cualquier lance u oportunidad que le presente la vida, para compensar un poco o un mucho el ‘yo-disminuido’ y/o reprimido de sus adentros. Sin que este sea un boceto ni intente ser un retrato hablado del mexicano, lo cierto es que entre nosotros han proliferado los mecanismos de compensación y de evasión, el poder del ensueño, las artes de la simulación y la seducción de la picardía de un modo tan original y auténtico que difícilmente puede encontrarse otro en otras partes del mundo. La tierra del “pelado”, el “alburero”, el “transgresor”, el “fregón” y el “pícaro” sólo es una, y justamente vino a tomar la forma geográfica –oh paradoja!- del “Cuerno de la Abundancia”.

        La singular picardía del mexicano colinda, por uno de sus extremos, con el ingenio creativo y el albur y, por otro, con la desenfadada propensión a hacer de la burla la herida verbal de la frustración y la impotencia, una dimensión lúdica de la existencia y una máscara del vivir, lo cual le permite superar (“brincar a la torera”) situaciones enojosas o complicadas y eludir la realidad. Si el ser es cimiento y molde del modo de ser, quizás de aquí deriva una de las explicaciones posibles que hacen del mexicano un burlador de la ley y del diseño institucional del país.

        En la definición del mexicano como experto en la tramoya del burlamiento, no sólo la reflexión de psicología social, también la genealogía de su cultura permiten entenderlo como lo que es: un clown de máscaras superpuestas, un camaleón que se sabe tal en cada uno de los tonos de su mimetismo, un espécimen de la estirpe del ajolote o “un ser aparte” en la organización de un mundo al que no siente “su mundo”. El mexicano es un eslabón suelto o un accidente atípico de su propia cultura, con la que mantiene una relación de ambivalencia: de atracción, cuando todo lo que le presenta el entorno lo hace sentir sólo igual a sí mismo, y de repulsa, cuando “algo” en el paisaje exterior no se ajusta al mapa interior de la índole especialísima de su individualidad arisca. La cultura latina, como proceso de depuración y de refinamiento de una raza, tiene en este sentido una tarea pendiente de asimilación, pues una de las primeras “jugarretas” del mexicano frente a su cultura fue yuxtaponer al sincretismo de lo “latino” el retruécano y la fascinante trama mental de lo “ladino”, en lo cual vuelve a hacerse presente el ser escindido del rebelde a la ley y al orden (el “pachuco”, el “cholo” y sus congéneres) como vividor infatigable, habilidoso e incorregible de la argucia, la trampa, la impunidad y todo ese conjunto de comportamientos “pícaros” y socarrones que en México se ejercen fuera de la ley. “Bajo su aire seguro de sí -dice Savater- (La tentación de existir, Taurus, 1990:10), bajo sus fanfarronadas, se esconde un apasionado de la desdicha”.

        Quizás la mexicana predisposición a la corrupción y a la impunidad nos vienen dadas por una especie de reflejo histórico; es decir, no tanto como resultado de una pretendida mezcla que quiere ver en La Conquista la aleación de lo peor de la España de entonces y lo peor del país que seríamos, sino precisamente por el “unto” que llegó a regir la marcha de los asuntos públicos y el sistema de relaciones entre el “burócrata” y el “contratista”, que a la sorda buscaban asegurarse “la tajada” correspondiente (el famoso “moche” o “diezmo” de hoy), con la agravante de que el ilícito y el beneficio mutuo conseguidos al margen de la ley quedarían sin ser públicamente conocidos, ni castigados, y además protegidos por la misma espesa sombra de impunidad que une bajo el mismo cielo al malhechor y al cómplice.

        En el siglo XIX, Benito Juárez, que en su dimensión más luminosa se había propuesto conducirse según la lógica de que “la respetabilidad del gobierno le viene de la ley y un recto proceder”, tuvo, sin embargo, un desplante verbal poco afortunado, que se volvió valor entendido y regla no escrita para la procuración de justicia y la administración de muchos de los asuntos legales en el país, por la fisura ética que implicaba para el sistema judicial y político. La insinuación, en boca de una de las voces más representativas del liberalismo del siglo XIX, de que había que dispensar “a los amigos justicia y gracia, y a los enemigos, justicia a secas”, además de subrayar una falta de coherencia interna en el personaje, puede interpretarse de muchas maneras, pero constituye, en lo esencial, una estafa al Estado de Derecho: un salvoconducto para aplicar la ley y administrar justicia de forma selectiva; un “cheque en blanco” legitimador de la saña contra el adversario y la “vista gorda” para el aliado, y, en resumidas cuentas, la declaratoria institucional que reabrió (nada más por la “gracia” de Tata Presidente) la válvula de uno de los ciclos de impunidad más prolongados de nuestra historia y que más ha corroído los fundamentos del Estado y desvirtuado el desarrollo democrático de México.

        Tras el recuento, a veces queda la impresión de que hemos erigido un país de aire: el aire de la demagogia, la fraseología banal y la palabrería hueca. Un aire de espectros verbales que no habitan realidades concretas ni se proponen encarnarlas. El aire de una “nada mexicana” que es humo de copal, pasado sin ambición de porvenir, tiempo sin voluntad de encarnación, estanque y no manantial, semilla que no quiere ser árbol, andrajo resistente a los llamados del decoro, ilusión sin esperanza. Por tanto, para contrarrestar la impunidad discursiva que ensombrece nuestra historia y nuestro presente, nos falta comenzar a ser el país que nuestro lenguaje nombra.

 

Hacia un diagnóstico no complaciente
(Raíces coyunturales y recientes del mal)

Los tropiezos coyunturales y recientes en el desarrollo democrático de México, que abarcan el periodo que hemos recorrido del siglo XXI y guardan una relación de vasos comunicantes con la corrupción y la impunidad, son del más diverso signo y atañen a una clase política y a una sociedad sin vocación de Estado, sin genuino compromiso con la democracia que tanto decían y dicen buscar y, lo que quizás es peor, sin disposición a hacer de los sistemas normativos de la República la regla de conducta básica y el límite invariable de los excesos y arbitrariedades de unos y de otros.

        A partir del año 2000, nuestra clase política, incapaz de asumir con lucidez, visión y responsabilidad de Estado la inédita oportunidad de cambio que se ofrecía a sus ojos, luego de 71 años de priísmo dinástico y ambiental en línea transversal, se falló a sí misma, le falló a la sociedad y le falló al país, pues cuando parecía que México se encaminaría pronto a desmontar la infraestructura de soporte del viejo régimen –empezando por los correosos andamiajes de la corrupción y la impunidad- y comenzaría a sentar los cimientos de fundación de un auténtico nuevo régimen, con las reformas correctas, necesarias y aconsejables para tal fin, lo que logró fue dilapidar la sinergia de una esperanza colectiva y convencernos, una vez más, de su falta de estatura y ambición histórica. De este modo, el viejo país que inventó su propia “robo-lución” y patentó los términos “carrancear”, “consusuñaslistas”, “compadrazgo”, “palanca”,  “siseñorismo”, “mordida”, “influyentismo”, “transa”; y las típicas expresiones: “ese gallo quiere máis”, “nadie me resiste un cañonazo de 50 mil pesos”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, “orgullo de mi nepotismo”, “la corrupción somos todos”, “los militares y la ley como que no se llevan”, “no quiero que me den, sino que me pongan donde hay” y… “hazle como quieras: no sabes con quién te metes”, que a su manera homenajean y refuerzan los síndromes de corrupción e impunidad que han envilecido la vida de México… ese país, permanece intocado e inalterado en la esencia de sus males.

        Si Tocqueville descubre, según Charles Augustin Sainte-Beuve (A. de Tocqueville-J. S. Mill, Correspondencia, F.C.E., 1985:10) “mil motivos nuevos para aborrecer al Antiguo Régimen”, y visualiza, en cambio, “pocas razones nuevas para amar la Revolución”, haber ofrecido una transición política y haber comprometido un cambio de rumbo en México, sin lograr enteramente lo uno ni lo otro, es una forma de impunidad histórica, ideológica y política. “Todo esto –dice el mismo Sainte-Beuve- es de una tristeza atenuada; pero al lado hay acentos ahogados de dolor, casi de desesperación”.

        En la historia reciente de México, como si fuese la proyección de una sombra ominosa del pasado, la impunidad no es sólo un mal estructural, una malformación sistémica y una fisura ética transversal que debilitan, carcomen y desvirtúan la naturaleza y los fines del Estado sino, tal vez (junto con la corrupción), la prueba madre del descrédito de la política y los políticos y un punto nodal del desencuentro creciente entre gobierno y sociedad. Sin embargo, a veces lo peor de la impunidad no es su costo para el país y la administración pública, el desparpajo y cinismo de sus corridas financieras ni sus cifras negras, sino su traducción psico-social en términos de frustración y desencanto para aquellos que no tienen otro cielo de creencias, otra cultura, otra tierra firme, otro hilo de esperanza, otra patria en las cuales fincar su entusiasmo de vida.

        Si los dos gobiernos del fugaz periodo de transición en México, encabezados por Vicente Fox y Felipe Calderón, convencieron a muchos (Krauze, Herzog-Márquez, Mayer-Serra, Federico Reyes Heroles, Federico Campbell, Alejandro Rosas, Cayuela Gally y otros) de que el fantástico animal del “ogro” mexicano era refractario a los detergentes de la ética e impermeable a cualquier cruzada radical de higiene institucional (“raza irredenta”, diría José Vasconcelos), ello supondría que para combatir (¿o extirpar?) en su raíz las cepas de la corrupción y las larvas de la impunidad, hace falta emprender la tarea de forjar lo posible imposible: idear un mecanismo novedoso para la creación de una instancia superior y autónoma de transparencia y fiscalización que, por primera vez en nuestra historia, no responda a los “humores” de la política y los políticos, a las cuotas y “cuaticracias” de partido, a los “palomeos” presidenciales ni al “visto bueno” de los grupos de presión y de poder, para que sus averiguaciones, indagatorias, procedimientos de responsabilidad y resoluciones sean los de un poder, no ya “independiente”, sino genuina y efectivamente autónomo de todos los demás.  

        Al desengaño reciente que produjo la transición mexicana atípica, disfuncional e inconclusa que todavía hoy tenemos, deben sumarse las grandes oleadas de frustración social que generaron, por un lado, los partidos y los grupos políticos que tomaron en sus manos la transición y la alternancia política en varios estados del país y, por otro, el ácido y efervescente malestar colectivo que han dejado en sus respectivas entidades varios gobiernos de la primera generación del “PRI del siglo XXI”, cuyo desempeño (muy fe(u)deralista, eso sí) dio al traste con el propósito y la expectativa (¿recuerda usted a los famosos Golden Boys, viviendo en el mexican moment un libreto que no escribieron?) de forjar aquí y ahora el “corazón cultural” de un Ogro Corporativo para el siglo XXI. Al margen de que la línea que separa el sueño del delirio y a éste de la pesadilla suele ser bastante delgada, lo que en nuestro país no distingue líneas de frontera ideológicas, familias de siglas ni matices de color son la corrupción y la impunidad. Incluso, a ningún análisis serio y reposado de lo que ocurrió el 5 de junio de este año, en las elecciones locales realizadas en 14 entidades de la República, puede escapar el hecho de que dos componentes clave del ‘voto antisistema’ de ese día fueron la corrupción y la impunidad: ese voto castigó en menor medida al PAN de Guillermo Padrés (cuyo estado vecino, Sinaloa, optó por el retorno del PRI a la gubernatura) y al PRD del “chuchinero”, pero hirió de muerte al PRI en Chihuahua, Quintana Roo y Veracruz, cuyos gobernadores salientes son la prueba emblemática de que, en términos de rapiña financiera e impunidad latente, Sicilia no queda lejos de México.   

        A la sensación de fracaso y desazón que ha traído la malograda o inconclusa transición mexicana, a la suma de males y frustraciones económicas que a últimas fechas han exacerbado el malestar social, hay que agregar el fracaso genérico de las alternancias políticas locales que tuvimos a fines del siglo XX (excepción hecha, claro está, de Baja California Norte y el entonces Distrito Federal, que ocurrieron en 1989 y 1997, y de los casos de ‘rara alternancia’ que conocimos en los 90), donde los partidos de oposición al PRI, de izquierda y de derecha, fueron incapaces de marcar diferencias sustantivas en su estilo de gobernar respecto a aquel; adoptaron como modelo de control y dominación el corporativismo residual del viejo régimen; se volvieron una proyección gatopardesca de la índole más persistente de los “priismos mentales” que aún permean el imaginario colectivo; no fraguaron el laboratorio de matrices, de ideas e instituciones que habría dado rostro a su propia alternancia y, lo peor, no remplazaron las raíces y tejidos de podredumbre del antiguo régimen con antídotos de Estado para inhibir y castigar la corrupción y la impunidad y darle a lo nuevo la savia y el aliento de lo nuevo. Por tanto, no situarse a la altura de las expectativas creadas ni tener el atrevimiento audaz de intentar cambiar lo que es susceptible de cambio, y no recibir por ello el castigo, la amonestación o la sanción pública correspondiente, no es un acto de impunidad de tipo jurídico, sino un acto de impunidad de un estado de conciencia colectivo, en el que, diría Savater (La tentación de existir, P. 17) “se continúa tronando a propósito de todo y de nada”, dentro de un “automatismo lastimoso que explica por qué somos todos Luciferes de estadística”.

        En un país como México, donde la corrupción y la impunidad han sido dos de los principales escollos para asegurar el cabal desarrollo democrático del país, no es casual que las sospechas de impunidad y encubrimiento por la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, los días 26 y 27 de septiembre de 2014, y el escándalo por sospechas de corrupción en la adquisición de la “Casa Blanca” por la familia presidencial, hecho público en noviembre de 2014 por Carmen Aristegui y su equipo, se hayan vuelto el veneno nacional que diezmó la fuerza de impulso del actual sexenio, el germen que debilitó los ejes estructurales de un proyecto político que se proponía la reforma y modernización del país y el golpe que marcó el temprano declive de un gobierno que, desde entonces, no ha hecho otra cosa que desenvolverse penosamente entre el vendaval, la pérdida de legitimidad, la debilidad y el ruido. Lo que vinieron a significar después, en la taquicardia social y en la ofuscación de los meses recientes, los casos de Tlatlaya (ocurrido casi tres meses antes de la noche de Iguala-Cocula pero conocido semanas después), Apatzingán, Aquila, Tanhuato y Nochixtlán, son acontecimientos que, al margen de que han sido vistos por una parte de la opinión pública sin los matices del juicio reposado, bajo el prisma de los demonios de la percepción y atenazados, diría Alain Bourdin (Qué ha dicho verdaderamente Mac Luhan, Editions Universitaires, Madrid, 1973:15) por “grupos que aseguran en la vida social el momento de la negación”, han propiciado una suerte de defenestración mediática del Presidente y de los símbolos del poder político en México, en instantes en que la noche de la historia tiende una mirada de sombra sobre nuestra época.

        Además de estos hechos, en los que quizás la impunidad ha sido asunto de todos, otros fenómenos que han acentuado el momento de crisis nacional que vivimos son la reacción violenta de una parte del magisterio del país (no más del 5% de sus integrantes) hacia la reforma y el nuevo modelo educativos; la contracción del gasto público y la falta de crecimiento de la economía; la crisis de violencia delincuencial que ha acumulado, de 2007 a 2015, según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), 27 mil 659 delitos de desaparición forzada, la mayoría de los cuales continúan en la impunidad; la peor crisis que haya vivido nuestro país en materia de respeto a los derechos humanos; la desazón que han traído al piso partidista y social las alternancias fallidas en varias entidades de la República y, por último, la ineludible asociación del retorno del PRI con El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (“Nosotros fuimos gatopardos y leones; nuestros sucesores serán chacales y hienas”), a la cual remiten los excesos de órdago y el faraónico saqueo de las finanzas públicas por varios gobernadores salientes que se habían autoproclamado sangre, cartílago y entraña del “nuevo PRI”, lo que han hecho es evidenciar una perversa subordinación de los imperativos categóricos del derecho al libre (y frecuentemente sucio) juego de los intereses políticos, profundizar el desencanto social hacia las instituciones del Estado, desencadenar grandes oleadas de impugnación frente el gobierno de la República, recargar los filos de nuestra crisis sistémica y conducir a México a una más de las encrucijadas de su historia.

        Tal vez por todo esto, Vicente Huidobro (cuyo país, Chile, según Germán Petersen, de Transparencia Mexicana (TM), lidera en Latinoamérica los indicadores de combate a la corrupción, con estándares similares a los de Estados Unidos y Japón), el iniciador de la poesía moderna en nuestra lengua, apostó por ser un “grande hombre” para el ejercicio de las letras, porque “eso de ser un buen diputado, senador o ministro, me parece lo más antiestético del mundo”.


 

[1] Huidobro, Vicente, Altazor/Temblor de cielo (Presentación de Hernán Lavín Cerda), México, D.F., CONACULTA, 1999, P. 14.

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